Por Andrés Colmán Gutiérrez | Twitter: @andrescolman
Eran aproximadamente las 22.00 del viernes 31 de mayo de 2013. Antonio Carlos Moreira dos Santos salió a revisar las obras de la nueva vivienda que estaba edificando en la colonia Laterza Kue, en el distrito de Mariscal López, departamento de Caaguazú, cuando varias siluetas humanas emergieron de entre las sombras y lo rodearon. Pudo ver el fugaz brillo metálico de las armas, cuando estallaron los fogonazos.
Su hermano Joao Batista lo encontró caído y ya sin vida en el suelo, junto al portón de su casa, junto a varios cartuchos de escopeta y vainillas servidas de proyectiles calibre 9 milímetros.
Antonio Carlos era un ciudadano de origen brasileño, quien emigró al Paraguay en 1984, cuando tenía solo 13 años de edad, junto a su familia, una de las primeras que se establecieron en un proyecto de colonización impulsada por el agroempresario griego Euthymio Ioannidis, protegido del entonces ministro del Interior de la dictadura stronista, Sabino Montanaro.
El griego y sus socios se habían adueñado ilegalmente de 2.999 hectáreas de tierras que pertenecían a la familia Laterza y la habían vendido a colonos brasileños, pero tras obtener fraudulentamente los títulos de propiedad, las transfirieron a nombre de sus propias empresas y empezaron a perseguir con pistoleros armados a los colonos, iniciando un grave conflicto social.
Antonio Carlos llevaba 30 años viviendo en la colonia, junto a otras 12 familias que se resistieron a abandonar las tierras, a pesar de las presiones y amenazas. Habían integrado la Comisión Vecinal de Fomento y Desarrollo (Covefode), vinculada al Movimiento Campesino Paraguayo (MCP), desde donde se movilizaban para defender sus derechos, hasta que la noche del 31 de mayo, los asesinos lo silenciaron para siempre, al igual como habían hecho antes con otros dos colonos de Laterza Kue, Almir Brandt Kurtz y Bruno Carlos da Silva.
Aunque se abrió una investigación a nivel judicial, nunca hubo avances significativos para atrapar a los asesinos. El de Antonio Carlos Moreira dos Santos es uno más entre los casos de 115 dirigentes y miembros de organizaciones campesinas que fueron asesinados desde la caída de la dictadura y que están consignados en el Informe Chokokue, una minuciosa investigación llevada adelante por la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy).
Crímenes que no despiertan indignación
La gran conmoción mediática y la repulsa ciudadana que provocó recientemente el asesinato del periodista Pablo Medina, corresponsal del diario ABC Color en Curuguaty, junto con su acompañante Antonia Almada, no se ha sentido de manera similar en otros casos de crímenes atroces, como los consignados en el Informe Chokokue.
“El sector campesino es uno de los más discriminados, junto al de los indígenas. Es difícil despertar la solidaridad de los medios comerciales, cuyos propietarios, en muchos casos, tienen intereses con los dueños de tierras, así como la gente de la ciudad no se siente identificada con la del campo y, muchas veces, tiene una versión distorsionada de la lucha campesina”, explica Hugo Valiente, quien coordinó el equipo técnico que investigó lo datos para el Informe Chokokue.
Una primera versión del informe ya se había presentado en 2007, cuando se documentaron 77 ejecuciones arbitrarias y desapariciones forzadas desde 1989 hasta el 2005. Ahora, una nueva versión abarca hasta 2013, en que las muertes violentas de dirigentes y miembros de organizaciones campesinas documentadas suman 115.
“Quizás no hubo la misma indignación en los medios ante los asesinatos de campesinos como en el caso de Pablo Medina, aunque desde la masacre de Curuguaty (junio de 2013) hemos sentido mucho mayor interés de la ciudadanía por lo que está pasando en el campo. Lo de Curuguaty fue un parteaguas importante, ya que la movilización sobre el caso generó una mirada diferente en la población, que cree menos en la versión oficial, por la manera en que se encubrió la responsabilidad del Estado”, destaca Hugo Valiente.
El investigador considera como un hecho muy positivo que los medios de comunicación y gran parte de la ciudadanía se hayan mostrado mucho más indignados por el asesinato del periodista Pablo Medina, aunque no cree que esa indignación haga que se pueda vencer la impunidad.
“Es la diferencia que hay entre la indignación ciudadana que existe en México por la masacre de los estudiantes en Iguala, y la indignación que hay en Paraguay por el asesinato de un periodista en Canindeyú. En México esa indignación producirá consecuencias, en el Paraguay probablemente no lo hará”, establece.
Víctimas distintas, la misma mafia
Al libro de 180 páginas del Informe Chokokue que la Codehupy entregó en estos días a las Redacciones de los medios de comunicación, acompaña un mapa desplegable del Paraguay, en el cual están ubicados los 115 nombres de los campesinos asesinados, en los respectivos lugares donde fueron acribillados.
El departamento donde más se produjeron las ejecuciones de campesinos es Canindeyú (25 asesinatos), seguido por San Pedro (21), Concepción (16), Caaguazú (15), Alto Paraná (12) y Cordillera (10).
Entre los presidentes de la República, durante cuyos mandatos hubo más asesinatos de campesinos, existe un empate entre Juan Carlos Wasmosy y Luis González Macchi, con 28 víctimas cada uno, seguidos por Nicanor Duarte Frutos (22 asesinatos), Fernando Lugo (9), Andrés Rodríguez (8), Federico Franco (6) y Raúl Cubas (3). El periodo de Horacio Cartes aún no está contabilizado en la investigación.
“Cerca de un 30% de los asesinatos fueron cometidos por policías y militares, pero la gran mayoría por sicarios al mando de los dueños de la tierra. Son matones contratados directamente para asesinar o guardias parapoliciales de estancias, que actúan como un ejército privado de exterminio”, destaca Hugo Valiente.
Ante la consulta de si existe relación entre quienes asesinaron al periodista Pablo Medina y a su acompañante Antonia Almada, con quienes ajusticiaron a los dirigentes campesinos, el investigador es enfático: “Sí, quizás no sean las mismas personas que dispararon el gatillo, pero es el mismo poder criminal. Hay una conexión entre los dueños de las tierras, los intereses ligados al agronegocio y el poder político local con el narcotráfico. Es la misma mafia”.
Una impunidad generalizada
De los 115 casos de campesinos asesinados, la gran mayoría siguen en la impunidad total, asegura Hugo Valiente.
“Solamente hubo 8 casos que tuvieron algún tipo de investigación judicial y se logró aprehender a algunos de los sicarios. De estos 8 casos, hay uno solo, el de Danilson Acosta Duarte, un niño de 11 años, de la Federación Nacional Campesina, asesinado en Caazapá, que fue ejecutado por un guardia parapolicial, que pudo ser arrestado y condenado a doce años de prisión”, explica.
Entre los casos más emblemáticos de impunidad encontrados, el investigador muestra el de Mariano Roque Jara Báez, un dirigente del Movimiento Campesino Paraguayo (MCP), asesinado por un sicario que lo acribilló en su propia casa, en la colonia Santa Catalina, distrito de Curuguaty, el 26 de noviembre de 2010.
“Es un caso terrible, que ocurrió unos años antes de la masacre de Curuguaty, en la misma región. En este caso, un sector de la Policía, que al parecer no obedecía a la misma cadena de mando del Ministerio Público, incluso llegó a atrapar al sicario y mantenerlo preso, pero la fiscala Ninfa Aguilar lo liberó inmediatamente y el caso quedó completamente en la impunidad, como la mayoría de los otros casos”, indica.
En una de sus conclusiones, el Informe Chokokue afirma: “El Paraguay estará lejos de ser una democracia, mientras los militantes de los excluidos sociales organizados puedan ser sancionados con la seguridad de que esos crímenes quedarán impunes, debido al poder que detentan los victimarios. La misma noción de una comunidad política, cuya unión nacional se fundamenta en la pretendida igualdad entre sus integrantes, se diluye si triunfa la muerte como un recurso válido del quehacer público”.