No es extraño que en el funeral de las personas se alaben sus virtudes reales o ficticias y, muy frecuentemente, estos halagos posmórtem superen y nublen por un tiempo los vicios, errores o defectos de los fallecidos. Algo parecido al local “ibuenoite akue ningo” nomás hubiera sido este epíteto tan repetido de “filántropo” que se le pegó al finado multimillonario David Rockefeller en cuanto relato periodístico apareció en estos días sobre su muerte, si no fuera por la excepción especialísima que merece el actuar de este banquero norteamericano y nieto del fundador de la Standard Oil, John Rockefeller, y su poderosa familia.
Es interesante porque el término filantropía ningo designa el amor por el género humano expresado en la ayuda desinteresada a los demás. Y queramos o no a los ricachones del planeta, el hecho es que los Rockefeller instalaron en el mundo, sobre todo David, su papá, don John II, y sus hermanos, una forma de relacionarse con la humanidad que hasta es prototipo de lo contrario: la acción interesadísima hasta el último detalle en el control de los demás habitantes del mundo en salvaguarda de los propios intereses, de su bienestar, de sus muchos bienes y de sus grupos selectos de amigos y socios de negocios.
Presidente del Chase Manhattan, la entidad financiera literalmente más poderosa del mundo, a don David se le consideraba un patriarca de la dinastía Rockefeller. Solo su fortuna personal ascendía, según Forbes, a 3.300 millones de dólares. Sus analistas decían de él que defendía el capitalismo, que instaló incluso en Rusia y China comunistas, pero no el libre mercado, ya que libre y control total no son conceptos que se lleven muy bien entre sí. Era rico y globalista, sí; interesado en los demás, sí, pero no como filántropo, sino como previsor y pragmático bancario, y refinado masón.
Bajo su mandato, el Chase, su banco, se expandió y se convirtió en un pilar del sistema financiero mundial, ligado a la Reserva Federal, al Banco Mundial, y banco principal de las Naciones Unidas desde el 58, donde David promovió ardorosamente el control poblacional mediante las políticas antinatalistas, con el desacreditado argumento de la supuesta superpoblación que llevó a gran parte de los gobiernos del mundo a legalizar el aborto y hacer de la contracepción un tema de seguridad nacional, y les pintó la sonrisa a los empresarios planetarios del aborto, como la International Planned Parenthood Federation (IPPF), a la que David proveyó de fondos.
Notablemente el filántropo, o mejor dicho gran traficante de influencias, fue fundador del selecto Grupo Bilderberg, donde reyes y empresarios del mundo como Bill Gates afinan juntos y en sigilo los negocios de sus clanes para ahora y el futuro, por encima de gobiernos y gobernados. Es cierto, donó mucha plata a la Universidad de Harvard, pero siempre ejerció la presidencia de la Comisión que controlaba el uso de sus fondos en la universidad.
En fin, al igual que a su madre, el arte le gustaba. ¿Conspirador? No sé. ¿Manipulador? Ciertamente. ¿Filántropo? Ni de lejos. Por su muerte, ocurrida a los 101 años, humano y mortal, sí, y uno que dejó huellas por todas partes, sin duda. Eso nomás.