29 mar. 2024

Estamos todos locos

Arnaldo Alegre

Se trata de una guerra de baja intensidad. Oculta, pese a que pasa frente a nuestras narices. Silente, aunque peligrosa e intempestiva. Es una contienda no declarada y de todos contra todos. Torpe, porque no hay un enemigo concreto. Insoportable, porque en aparencia no tiene fin. Es una catástrofe por episodios, parafraseando al Papa. Es una realidad que en un momento dado puede calmarse, pero que tarde o temprano volverá a aflorar.

Las calles dejaron de ser un espacio de comunidad. Es una selva. Un ring de asfalto, de veredas rotas, de peatones desatentos, de automovilistas con patentes de corsario, de extorsionadores, de zombies arropados de mendigos y de autoridades que no saben ni quieren poner orden, y que salen a las calles solamente para cazar el botín.

El destrato, la furia, la prepotencia, los traumas inconfesos que saltan obscenos ante el más nimio incidente, la soberbia infundada y la ausencia de ley y orden. Todo se mezcla en un caldo espeso de calles estrechas, sobreabundancia vehicular, transportes públicos lamentables, señalizaciones del tercer mundo, ignorancia, mezquindades y un insoportable calor de 40ºC a la sombra en pleno invierno.

Lo único positivo es que –como la cobardía de otros lares no se nos pegó aún– esta contienda se disputa a mano limpia o garrotazos. Como nuestros parientes neandertales. Como lo incivilizados que somos. Por suerte, las armas de fuego están todavía guardadas..., pero solo puede ser una cuestión de tiempo para que el primer estallido desate la jauría.

Pero pese a todo, se puede llegar a un armisticio. A un acuerdo para que la sangre no llegue al río. Pero hay un problema: la maldita impunidad que atraviesa como una daga miserable nuestra sociedad. La Justicia prostibularia es la peor condena que padecemos. La única garantía que un paraguayo tiene es el dinero o la influencia. Si carece de ambos, la ley le puede venir encima, y el proceso de Kafka parecerá un mal chiste.

Sin embargo, no todo está perdido. Hay una salida sencilla, tan obvia que parece remanida: la educación. Pero no la educación como un ente en donde más valen los presupuestos y las asesorías –que nunca asesoran– que los resultados prácticos y concretos.

Y debe comenzar de abajo. Pasito a pasito. Como si fuera que se está hablando a parvularios, porque en esta materia todos somos infantes malcriados.

Si esto no funciona, abandonemos la tribu esta que llamamos país y vayamos todos a los Estados Unidos, Argentina o Brasil. Porque ahí somos todos educaditos. Porque ahí no nos atrevemos ni a mirar mal a los agentes. Porque ahí sí la ley tiene valor.