La piedad del silencio

Blas Brítez

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“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, escribió famosamente Jorge Luis Borges en 1969, en Elogio de la sombra. La sombra es, por su puesto, la ceguera. Hacía nueve años que había dejado de ver con inexorabilidad. Había aprendido mucho antes a sobrellevar su destino con dignidad irónica. Y, en el año simbólico de su noche, reafirmaba su amor por la lectura por sobre la escritura.

Para entonces, eran otros quienes le leían. Casi siempre su madre, en especial gruesas novelas. (Hay un placer especial en dejarse leer por una voz querida; a pesar de la lectora y progenitora implacable que fue Leonor Acevedo). Entonces volvió a escribir sonetos, porque su mecanismo mnemotécnico le permitía parir los catorce versos rimados sin demasiados contratiempos. Ya había escrito para ese entonces sus relatos mayores. Aunque siguió publicando cuentos —algunos de factura inolvidable: El otro, El libro de arena, La rosa de Paracelso, La memoria de Shakespeare— priorizó la poesía. La “enumeración caótica” le ayudaba a tener una estrategia que, una y otra vez, daba poemas memorables aunque a menudo fueran internamente similares unos a otros.

Por eso se enorgullecía, sobre todo, de haber leído: la lectura y la memoria guiaron su escritura durante la ceguera. Se avergonzó, de hecho, de haber escrito e impreso algunos títulos juveniles, como se avergonzó su amigo Adolfo Bioy Casares de las primeras novelas que publicó y nunca más editó.

Más allá de la obvia falta de precisión de la confesión borgiana (dejó testimonio aquí y allá de cuentos y poemas suyos que, razonablemente, creía perdurables), no se le escapaba que quienes escriben son el resultado de lo que leen. Son otras cosas también, pero son esencialmente lo que leen. No solo los escritores y escritoras: cualquier persona que acometa la escritura. Pero son aquellos quienes lo hacen desde una específica tradición del lenguaje (o de su ruptura) quienes sienten a conciencia su influjo.

Para el Borges ciego —que no rebajó a “lágrima o reproche” esa penumbra que “es lenta y no duele/ y se parece a la eternidad”—, los escritores son también lo que releen. Fue su actividad principal durante casi 20 años. Esa y viajar para sentir los sitios conocidos y desconocidos en diferentes continentes. Releer puede ser una ceguera voluntaria para mejor comprender lo leído y acaso el mundo.

La lectura es previa a cualquier escritura. Algo de eso también intuyó el Augusto Roa Bastos de Yo el Supremo, cuando en la última página de su libro aseguró que el mismo había sido “leído primero y escrito después”. La lectura también es simultánea a la escritura, por supuesto. Y posterior.

La escritura literaria se trata de un ejercicio de maduración permanente, y los intersticios de esa maduración son más visibles en unos que en otros. Varias décadas antes que Borges, José Ortega y Gasset escribió que “la obra de caridad más propia de nuestro tiempo: (es) no publicar libros superfluos”. Está claro que casi nadie le hizo caso. En el siglo XXI , “lo superfluo” ya ni siquiera ocupa espacio digital y la advertencia del autor de La deshumanización del arte suena para muchos una temeridad elitista y condenable, aunque abunde el ruido.

Habría que sopesar entonces la posibilidad del silencio. Sin temerle. Juan Rulfo no le temía. Antes que él, a Franz Kafka no lo arredraba la mudez pública, el silencio de la publicación. No hace falta mencionar al imberbe Arthur Rimbaud.

Es certeza que este texto también merecía la piedad del silencio previo.

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