La escurridiza tolerancia

A pesar de haber pasado 33 años de la gesta en que el país se abrió a una convivencia democrática y bajaba el telón dictatorial, la sociedad aún convive con mucho déficit para construir una mancomunión en que la tolerancia y el respeto sean ejes transversales.

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La inercia de la prepotencia y el irrespeto sigue con fuerza; cuesta instalar espacios de tolerancia y apertura.

La cotidianidad actual nos regala alegremente circunstancias, hechos y hasta procesos en los que el choque de interpretaciones es de tales crispaciones que, si no hay rasgos de violencia de por medio, pareciera imposible la solución a los dramas diarios.

Discusiones acaloradas en todos los espacios, brutalidad física para acallar las voces disidentes, tiroteos a mansalva en las redes sociales y lenguaje furibundo en los medios de comunicación, generan un sostenido cóctel de sinsentido a la hora de dirimir diferencias y buscar un punto medio que beneficie a los contendores circunstanciales.

La cultura de que la razón siempre la tiene uno y no los demás se adhiere al hábito de zanjar diferencias únicamente a los puños, cuando todo argumento se disipa con el fin de explicar o convencer a quienes enarbolan posturas diametralmente distintas. La casi nula capacidad de diálogo –que atraviesa todas las capas sociales– engendra monstruos que pululan en una suerte de mar de los sargazos, hasta que encuentran una válvula de escape y dejan escapar instintos destructivos, segando incluso vidas y enlutando familias.

El mismo sistema educativo adolece de herramientas para orientar y encaminar la formación de la ciudadanía hacia parámetros más aperturistas y flexibles; existen pocas respuestas efectivas ante los enfrentamientos e intereses contrapuestos, que llegan al paroxismo cuando hay que brindarles una solución; y en el tire y afloje casi siempre gana el que grita más o el que expone mayor fuerza bruta.

Destruir el argumento del oponente de turno, descalificarle y asestarle –finalmente– la estocada certera, parece ser el ejercicio más atractivo; antes que rumiar las propias ideas y masticar los argumentos personales, con el fin de exponer conceptos, opiniones o juicios racionales frente a los fenómenos. Nos olvidamos de que no siempre vamos a tener la razón en nuestros debates diarios, y que debemos ser abiertos a las críticas (toda vez que sean constructivas, por supuesto), porque la diversidad de interpretaciones es cada vez más compleja.

El discurso hegemónico nace siempre de ciertos referentes que, por tener seguidores o preponderancia a nivel social en torno a mayor visibilidad ante la opinión pública, acostumbran a instalar como verdades únicas a veces uno o dos planos de la realidad, y pretenden consolidar su discurso como impoluto. Ante la respuesta objetora, pergeñan una batería de descalificativos e improperios, dirigiendo la discusión hacia la esfera del pugilato y deteriorando la interrelación, con un final que no lleva a nada, ya que también desde el otro lado el hábito frecuente es la reacción bravía.

La desorientación y la carencia de líderes verdaderos cumplen su rol perjudicial, al perderse el norte de lo que se aspira como sociedad, y solo se replican modelos ya establecidos, imposiciones atávicas, formas de pensar arcaicas, sin espacio para la construcción de paradigmas que permitan más libertad de pensamiento y, en definitiva, para la convivencia democrática que no sea solo de fachada.

El desgaste de la lucha fratricida, de la discusión infructuosa, del énfasis en aspectos no prioritarios y las superficialidades mundanas, acrecientan la debilidad para enfrentar los verdaderos desafíos sociales. Se agudiza así la enorme brecha para encontrar pactos y acuerdos nacionales que permitan superar el círculo vicioso de la pobreza, que no solo es material, sino un verdadero condicionante que impide el desarrollo integral de toda la sociedad.

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