El último concierto de Madama Lynch

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Foto UH Edicion Impresa

Sacha Aníbal Cardona Benítez

En los meses finales de la cruel Guerra contra la Triple Alianza, se arrastraron por esos campos los restos mutilados de una patria. Hombres, mujeres y niños, siguiendo al Mariscal, camino a Cerro Corá. Los bueyes enfermos, así como los hombres, ya no tenían más fuerzas para seguir estirando las pesadas carretas. Se dio entonces orden para que se las descarguen y se entierren sus cargas de valor. Entre las preciosas cargas, estaba el piano de Madama Lynch.

Un oficial fue hasta el carruaje en el que viajaba la señora Lynch con sus hijos, se acercó hasta la puerta del mismo, y fue recibido por la señorita Isidora Díaz.

—Buenos días, tengo órdenes del Mariscal y me gustaría comunicarlas a Madama.

—Un momento, iré a avisarla.

Trascurridos algunos minutos, Madama Lynch bajó del carruaje y se acercó al oficial. Este, luego de una reverencia dijo:

—Señora, tengo órdenes de enterrar en estos campos las cargas de valor que ya resultan imposibles de seguir siendo transportadas. Entre ellas está vuestro piano.

—¿Qué me dices?... ¿Van a enterrar mi piano?...

Elisa no pudo creer que aquel instrumento que tanto amaba sería sepultado. Por un momento pensó en pedir a López que ordenara que los soldados estiren el carro en el que se encontraba el piano... Pero al mirar a su vuelta pudo ver el dolor, el hambre, la muerte: y se dio cuenta que era tarde. Más día o menos día llegarían hasta ellos los soldados aliados y entonces todo estaría perdido. Pero lo que ella jamás iba a querer es ver a su querido piano luciendo como un trofeo de guerra en algún salón de los palacios de Río de Janeiro o Buenos Aires.

—Si tiene que ser así, que así sea, pero quiero pedirle algo: me gustaría estar presente en el momento en que se esté enterrando a mi piano.

—Como usted quiera señor... Puede acompañarme...

Ella lo siguió. Al pasar en medio de la muchedumbre, notaba el poder que poseía. Nadie quedaba indiferente ante su presencia. Todos la miraban, muchos con respeto y admiración, otros con envidia y odio.

Transcurridos algunos minutos, llegaron hasta la carreta, pero esta ya estaba vacía. Un soldado comunicó al oficial que el piano ya había sido llevado al sitio donde sería enterrado.

Elisa y el oficial fueron en busca del sitio; al llegar vieron que un grupo de soldados trabajaban arduamente para abrir la fosa. Al ver acercarse a la poderosa dama –a la que ellos llamaban Madama Lynch–, se detuvieron.

El sol resplandecía en su dorada cabellera, sus ojos estaban más azules que nunca. Madama tenía en sus manos un pequeño pañuelo y con él se secaba la sien. Hacía un calor mortificante.

—No se detengan por mi causa... Continúen con su trabajo.

De inmediato los soldados continuaron con su tarea. Elisa alzó la vista al cielo y luego pasó ésta a los verdes campos y por último detuvo su mirada hacia el piano.

Su mente fue bombardeada por recuerdos, toda su vida parecía pasar frente a ella: su primer matrimonio, la separación, el encuentro con Francisco Solano López en París, su llegada al Paraguay... las fiestas en que sentada al piano encantaba a todos los que la oían...

—Es así la vida, las cosas vienen y van, solo los recuerdos perduran. Lentamente, ella fue acercándose al piano. Pidió que le improvisaran una butaca. Una vez en posición levantó la tapa del mismo, miró las teclas y empezó a tocar.

La música se extendía por los campos y todos quedaron perplejos ante ella. Al sonido muchos ojos se cerraron y al eterno descanso entregaron sus almas. Otros, soñaron con días mejores, días en que la paz volvería a sus hogares. En aquel día, movida por una extraña fuerza, Elisa tocó como nunca había tocado durante toda su vida. En cada nota ponía su alma. Así interpretó varias obras de Lizt, su compositor predilecto y a quien tuvo el honor de conocer.

El Mariscal, al oír la música, fue al encuentro de ella. Lentamente se acercó y la tocó en el hombro. Elisa se detuvo, se puso de pie y se lanzó a los brazos del Mariscal. Lo abrazó fuerte y lloró...

El Mariscal hizo una señal para que los soldados bajaran el piano a la fosa. Luego de la música se hizo el silencio.

En ese día, 28 de enero de 1870, no era simplemente un piano el que era enterrado.

Con él se iba lo único que quedaba del antiguo Paraguay, el Paraguay floreciente, rico y pujante. Bajaba a la fosa el instrumento en el cual había sido interpretado por primera vez el Himno de esa nación.

Pasaron décadas y ese lugar quedó conocido como Isla Madama.

Según muchos relatos, en algunos días se escuchaba en esos campos una extraña melodía que surgía de la nada.

Es el tocar del piano. Dicen los pobladores que trae consigo el recuerdo de aquel día en que la bella irlandesa tuvo que dejar el instrumento que tanto amaba, enterrado en esos campos.

(Fragmento de la novela “Isla Madama”, del escritor e historiador pedrojuanino Sacha Aníbal Cardona Benítez).


Narrativa

Noches antes de Cerro Corá, hubo que enterrar los pesados objetos que frenaban la marcha. En Isla Madama, cerca de la actual Pedro Juan Caballero, Elisa Lynch ofreció su último concierto en medio de la nada para despedir a su piano.


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