La reforma verdadera

Recuerdo que aproximadamente un año antes de la última elección presidencial del 2013 había escrito un artículo en esta misma columna sobre la necesidad de plantearse seriamente una reforma constitucional, apenas se iniciase el nuevo gobierno.

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Cinco años después, sigo creyendo que es necesario que nos planteemos y organicemos como sociedad para contar con una nueva Constitución y, de vuelta, el mejor momento para hacerlo es apenas cuando se inicie un nuevo gobierno en el año 2018.

Me refiero, por supuesto, a una reforma verdadera, una que contemple una serie de elementos que busquen mejorar las reglas del juego autoimpuestas por nosotros mismos para que nuestra democracia pueda ir generando resultados más satisfactorios.

Hoy en día, con este intento desafortunado, poco claro y totalmente a destiempo de la enmienda, la discusión se limita a solo un aspecto como lo es la reelección, pero deja totalmente de lado otras cuestiones claves que necesitan ser planteadas y debatidas en función a lo que hemos aprendido en estos 25 años de vigencia de nuestra Constitución actual.

Llevar adelante una reforma constitucional de manera seria y responsable exige tiempo y recursos, pues lo que debe buscarse es una participación plural, diversa, preparada y con propuestas sólidas en cuanto a su contenido.

Precisamente esto último es el riesgo que perciben algunas personas que consideran altamente improbable que en una convención nacional constituyente –que debe ser electa a través de elecciones generales– se pueda evitar el dominio abrumador de los principales partidos políticos.

De hecho, esto había ocurrido en el año 1991 cuando de 198 constituyentes electos, 122 eran del Partido Colorado y 55 del Partido Liberal; es decir, 89% de las bancas fueron ocupados por estos dos partidos mayoritarios.

Para muchos, esto podría repetirse y eventuales aplanadoras políticas podrían terminar reformando la Constitución en un sentido contrario al deseado, en una lógica casi de involución y no precisamente de evolución como precisamos.

Sin embargo, con ese criterio nunca haríamos el intento de mejorar lo que tenemos y deberíamos resignarnos a convivir con algo que sabemos exige ser corregido, pero por miedo a que resulte algo peor no nos animamos a pelear por algo diferente.

Nuestra sociedad ha pasado y está pasando por un proceso de transformación muy profundo en este último cuarto de siglo y, si nos organizamos con tiempo, podemos construir plataformas ciudadanas en diferentes sectores que ganen protagonismo y presencia real en una próxima convención nacional constituyente.

Otros sostienen que no tiene sentido dedicarle tanto tiempo y recursos a la Constitución, pues después de todo la misma es sistemáticamente obviada o directamente violada y, en realidad, no significa gran cosa para la mayoría de la población.

De vuelta una visión parcial de la realidad. Pues a pesar de toda la dinámica de incumplimientos y violaciones de nuestra Constitución, que no se pueden negar, la que tenemos ha establecido reglas de juego sustancialmente diferentes a las que teníamos durante la dictadura y que han significado cambios sustantivos en la sociedad paraguaya desde su vigencia.

El punto central es que la actual Constitución fue producto de su época, cuando aún mirábamos mucho hacia el pasado de la dictadura y ello condicionó muchas de la normas establecidas. Para bien y para mal.

En esta nueva sociedad, tan diferente a la que teníamos en el año 1992, el marco central debe ser una mirada hacia el futuro, pensando cuáles deben ser las reglas de juego claves en dicho sentido.

Cuando muchos están atrapados en peleas de índoles más personalistas y muy limitadas, sería bueno que la dirigencia de los más diversos sectores se planteara seriamente la posibilidad de impulsar una verdadera reforma constitucional.

Y, por supuesto, prepararse con tiempo para el efecto.

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