Hay cine: La lección de Martin Scorsese

Blas Brítez

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Ignoro cuándo fue la última vez que se discutió, sonoramente, qué es y qué no es cine. Lejos de ser ociosa, esta discusión resulta necesaria. La crítica —en tiempos de correctismo político— todavía practica la deconstrucción de los filmes, es cierto; pero mucho menos su tarea, acaso, más importante: la destrucción.

Hay una vigente fobia hacia el arte de la destrucción, aunque ella sea edificante. Impugnar no goza hoy de buena fama. Contemporizar, sí. Parece entonces que se ha renunciado a la fértil herencia de críticos que, como André Bazin, François Truffaut o Roger Ebert, han indagado en la esencia intelectual de la práctica cinematográfica, en procura de una síntesis que resuelva la tensión entre lo que es y lo que no es cine, desechando sin rubor lo segundo, decantando las películas verdaderas del simple engaño técnico.

Así las cosas, los directores han tomado el toro por las astas y la bestia corcovea, defendiéndose. Martin Scorsese atacó hace unas semanas: “Las películas de superhéroes no son cine”. No tardó la reacción ofendida de los adoradores del amable monstruo de dos cabezas que son Marvel y Disney, dueños de lo visionable en la mayor parte de las salas del mundo.

No es azaroso que la polvareda virulenta se haya levantado en la antesala del estreno de la más reciente película de Scorsese, The irishman, ubicada también en el centro de los debates por su privilegiada distribución en streaming. Implícitamente, el realizador opone la tradición personal de su cine a la de los impersonales productos en serie.

Tampoco es casual que Scorsese encontrara un aliado en su colega y coetáneo Francis Ford Coppola, quien lo secundó en el veto. En efecto, ambos forman parte de la prolífica generación de nuevos directores que florecieron en los años 70. Reveladoramente, son los mismos en los que nació la lucrativa fábrica de películas sobre catástrofes y paranoias con las que los grandes estudios de Hollywood superaron la crisis económica, arrastrada desde la época dorada, treinta años antes. Más aún, un par de maestros de esa camada afianzaron la tendencia que ha devenido norma: Steven Spielberg y George Lucas.

El cine que es cine, parece decirnos Scorsese, impulsa discusiones más allá de las películas, se sale de las cuatro paredes y se mezcla con el mundo. Pone —como quería el genial hacedor de comedias Frank Capra que apareciera en los créditos— el nombre del director encima del título. Además, ese cine dialoga críticamente con su tradición, la cita y la modifica, le agrega su propia poesía. Esto es, en esencia, The irishman.

Scorsese conecta la película con sus propios precedentes (Casino y Goodfellas, incluso Mean Streets) y con sus precursoras: desde Bonnie and Clyde de Arthur Penn (que el citado Ebert considera la película decisiva de los 60), hasta The Godfather II, de Coppola. Sobre todo este, al que hace referencia incluso en la música.

El escritor y crítico de cine Andrés Caicedo amonestó en 1975, en la secuela de la saga de los Corleone, la “apestosa calidad de nuevo rico de cine de calidad”. Según él, inauguraba una nueva tendencia: a diferencia de los gánsteres tradicionales, contrarios al capitalismo, aquí Michael Corleone es el capitalismo. Tiene empresas legales, practica la filantropía, pero es un mafioso. No solo es eso —y en ello radica la crítica central de Caicedo—: es un modelo a seguir, un hombre respetable. Puede ser un asesino de su propia familia que no perdona a su esposa un aborto y, no obstante: “¿Cuántas personas entre el público, entre aquel público que vive pendiente de un ‘golpecito de suerte’, no darían todo a cambio para estar en su lugar?”.

Tal vez Caicedo haya sido demasiado duro, pero las películas y las series actuales sobre excéntricos narcos mexicanos o colombianos se ajustan al clasismo que analiza en The Godfather. Por falta de profundidad, por falta de cine. Algo que a las películas de Coppola y Scorsese, obviamente, les sobra. Quizá por ello solo el 20% termina de ver The irishman.

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