Muertes que despiertan y abren los ojos

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Cuando se aprovechan positivamente las circunstancias deplorables, se puede hacer verdad aquello de que no hay mal que por bien no venga. Es decir, volver favorable lo adverso.

Yendo más lejos, es posible convertir la muerte en vida.

Allí está el asesinado colega Pablo Medina. Y un poco más atrás están las muertes violentas de otros periodistas y comunicadores: Santiago Leguizamón, Salvador Medina —hermano de Pablo—, Benito Román Jara, Yamila Cantero, Fausto Alcaraz, Édgar Fernández Fleitas, Merardo Romero, Samuel Román, Carlos Manuel Artaza, Martín Ocampos, Tito Palma, Calixto Mendoza y Ángela Acosta.

Si las otras muertes fueron impactantes y tuvieron su repercusión social —la de Santiago, sobre todo—, la de Pablo está causando un inédito y saludable guyryry en diversos ámbitos. Ello lleva a abrir un debate, cuya puerta de entrada son los disparos mortales al periodista y a su asistente, y va ganando espacios suficientes para llegar al meollo de la cuestión: la impunidad del narcotráfico amparado por la narcopolítica.

Al calor del sununu, casi todos los discursos destinados a cobrar estado público —los del Gobierno, el Poder Judicial e incluso el Congreso, tan reacio a decir por lo menos lo que debe— convergen en lo políticamente correcto para estas ocasiones: el repudio del crimen, la necesidad de castigar a sus autores materiales e intelectuales y en lo imperioso que es frenar el avance de los que se han adueñado de algunas zonas del país para declararlas, de hecho, zonas liberadas para sus delitos.

No hay que engañarse, sin embargo, por lo que aparece en escena. Los actores políticos han aprendido demasiado bien sus papeles para estas ocasiones. Puestos a pedirles sinceridad, no irán muy lejos para admitir que he’ínteha hikuái, dicen no más para salir del apuro momentáneo.

Aun así, con más fuerza que nunca, se está comenzando a hablar en todo el país del narcotráfico y el peligro que representa.

Aunque mientan los que se llenan la boca de vocablos condenatorios, están logrando que la sociedad despierte y abra los ojos a una tan dura como candente realidad.

El máximo sueño de los narcos es ser parte del poder político. Personalmente o por interpósitos leales a sus intereses. Así se garantizan vía libre para su mercancía e impunidad sin amenazas.

Lo que en estos días se ve y se escucha, evidencia que en medio del silencio, la complicidad y el miedo están ya cumpliendo su sueño de ir apoderándose de las instituciones públicas. ¡Cháke péa!

La sangre de los mártires será útil si es que la sociedad civil se sacude y exige a sus autoridades que se pongan del lado del respeto a las leyes y no de los asesinos.

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