El hombre que quería ser culpable

Por Sergio Cáceres Mercado - caceres.sergio@gmail.com

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Fernando Savater nos reseña la novela del danés Henrik Stangerup. Es una historia que ocurre en un futuro cercano, en el cual la sociedad procura una vida armoniosa instituyendo distintos dispositivos morales y jurídicos. Entre estos, el que resalta la novela es aquel que anula la responsabilidad sobre los delitos; es decir, se logra siempre encontrar circunstancias a las que endilgar las acciones de los seres humanos. Al sentirse ellos libres de culpa porque sus actos fueron empujados por factores externos, se convencen de que el crimen no fue fruto de una decisión interna y viven en paz con su conciencia y la sociedad.

El protagonista, Torben, comete un asesinato; el sistema judicial le dice que su acción fue producto de unas circunstancias atenuantes y que nada de lo que hizo es su culpa y por lo tanto lo único que debe hacer es una terapia en un sitio de lujo para curarse del trauma que sufrió. La lucha de Torben consiste en lograr que lo culpen, él quiere ser culpable porque es la única manera de sentir que tiene conciencia, es decir, de ser un humano que todavía puede ser definido por tener una voluntad que lo lleva a hacer cosas buenas o malas.

Savater entiende que la idea de Stangerup es hacernos reflexionar sobre la tendencia de nuestros sistemas judiciales a encontrar atenuantes sobre los actos delictivos. Lo primero que uno que comete un crimen debe hacer es buscar algún factor ajeno a su voluntad pero que lo haya obligado a cometer su delito. Cada vez más los códigos penales tienden a eso. Sin embargo, todavía no se llega al punto preocupante descrito por la novela de Stangerup. Aún tenemos que dejar algo de nuestro libre albedrío como fundamento de nuestras acciones, tenemos que ser y hacernos responsables por lo que hacemos.

El diputado Ibáñez se declaró culpable porque no tenía salida, no porque quería hacerlo. Nuestro sistema judicial no buscaba exculparlo, como en el caso ficticio de Torben, sino que ante las abrumadoras pruebas arrinconó al congresista y lo dejó sin recursos. En realidad el declararse culpable sigue siendo un recurso, pues la pena es devolver algo más de lo robado y ya está. Si uno espera un castigo más ejemplar eso ya no vendrá del Poder Judicial; habrá que ver qué hacen la Cámara Baja y la ANR.

En última instancia está la conciencia de Ibáñez. Acá nos encontramos con el problema central de la novela reseñada. Es que, dice el filósofo español, lo que diferenciaba a Torben del resto de sus conciudadanos ya acostumbrados al sistema social sin culpa, es que él tenía conciencia. Es decir, un sistema de valores que lo interpelaba, una moral que lo llevaba a avergonzarse de lo hecho. Nuestro diputado en cuestión se declara culpable no por conciencia, sino porque no tenía salida, pues antes negó los cargos que se le imputaban. Pero ahora esperar que renuncie a su bancada significaría que su conciencia lo interpela, algo que es muy probable porque es un mortal como cualquier otro. La traba es que él quiera hacerle caso a su conciencia. Ese es el mal que aqueja a muchos de nuestros políticos, no que no tengan conciencia, sino que actúen en consecuencia y no movidos por intereses corporativos.

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