Educación de calidad, factor clave para salir de la pobreza

La mala calidad de la educación pública es una de las causas de la pobreza en nuestro país. Si hubiera justicia, los estudiantes de las escuelas solventadas por el Estado tendrían que poseer niveles de excelencia similares a las categorías con que cuentan algunas instituciones privadas. De ese modo ofrecerían a la sociedad personas capaces de ser útiles a sí mismas, así como a sus entornos familiar y comunitario. Hoy, sin embargo, las instituciones carecen de los medios humanos y tecnológicos que les permitan superar la mediocridad y dar un salto cuantitativo y cualitativo hacia el ideal de una formación que responda al parámetro de la equidad, convirtiéndose en elemento estratégico fundamental del desarrollo.

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El gran desafío del área de la educación —pública y privada— del nuevo Gobierno es establecer una sólida base para que la misma se constituya en un instrumento de realización de las personas y en factor de desarrollo socioeconómico.

Se debe admitir que hay mayor acceso —más cantidad de personas estudian mayor cantidad de años— y que se cuenta con más oportunidades para estudiar. En lugares en los que ni remotamente se podía imaginar antes una institución de enseñanza pública o una universidad privada, se abren puertas que acogen a los alumnos.

Acudir solamente a las aulas, sin embargo, es insuficiente. Es más: constituye un engaño, puesto que se les vende a los niños y jóvenes, así como a sus padres, la ilusión de que adquirirán conocimientos, destrezas y valores que les van a permitir salir de la pobreza, cuando al final esos propósitos no son alcanzados por la mayoría.

Hasta el presente las instituciones públicas, por lo general, son pura demagogia populista. Existen, pero no sirven para lo que la sociedad necesita, a fin de que el Paraguay empiece a asomar la cabeza entre los países que van camino a salir de la pobreza y de la pobreza extrema.

La falta de calidad de gestión de los que han liderado el Paraguay en el último cuarto de siglo, la incapacidad de los que estuvieron al frente del Ministerio de Educación y Cultura —salvo esporádicas excepciones que nunca llegaron a constituir, institucionalmente, la regla—, la mediocridad de los maestros —que paulatinamente se muestran más capaces de pelear por sus reivindicaciones gremiales que por ser buenos docentes—, la inconsciencia de los alumnos que se ponen felices cuando no hay clases, el silencio de los padres —quienes no exigen el cumplimiento del derecho a la educación que tienen sus hijos— y la cobardía cómplice de la sociedad global —que se muestra indiferente ante los problemas de la educación—, son algunos de los factores que han generado el actual estado de cosas.

Las nuevas autoridades del MEC han contratado una auditoría internacional que les dará, a corto plazo, el cuadro real de situación. Los datos recogidos, más los que son de antiguo conocimiento, permitirán contar con un diagnóstico para ver qué remedios aplicar, tanto en lo coyuntural urgente como en lo que implique proyección a futuro.

“Cuesta decirles '¡Felicidades!’ a los niños cuando ellos todavía no tienen pleno uso y satisfacción de sus derechos”, dijo la nueva ministra de Educación, Marta Lafuente, en el pasado Día del Niño.

Empezar a hacer realidad el goce del derecho a recibir una educación que los incluya en la sociedad de inicios del siglo XXI, para que puedan vivir con la dignidad de seres humanos, en libertad y con felicidad, es el gran desafío del Gobierno que ha empezado a andar.

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