El nombre de Dios y su reino

Hoy meditamos el Evangelio según San Lucas 11, 5-13. «Una vez llegados a la dignidad de hijos de Dios, nos abrazará la ternura que mora en el corazón de todos los verdaderos hijos; y, sin pensar más en nuestros propios intereses, solo tendremos celo por la gloria de nuestro Padre. Le diremos: Santificado sea tu nombre, atestiguando así que su gloria constituye todo nuestro deseo y nuestra alegría».

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«Mirad –dice Santa Teresa– que perdéis un gran tesoro y que hacéis mucho más con una palabra de cuando en cuando del Pater noster, que con decirle muchas veces aprisa; estad muy junto a quien pedís, no os dejará de oír; y creed que aquí es el verdadero alabar y santificar su nombre».

Quizá nos pueda ayudar alguna de estas jaculatorias a mantener la presencia de Dios en el día de hoy: Padre, santificado sea tu nombre, bendito sea Dios, bendito sea su santo nombre, bendito sea el nombre de Jesús, bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre...

La expresión reino de Dios tiene un triple significado: el reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia; y el reino de Dios en el cielo, o eterna bienaventuranza. En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante, por la cual se complace en cada uno como rey en su corte, y que nos conserve unidos a sí con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad...

Al rezar cada día por la llegada del reino de Dios, pedimos también que Él nos ayude en la lucha diaria contra las tentaciones. Es un reinado, el de Jesús en el alma, que avanza o retrocede según correspondamos o rechacemos las continuas gracias y ayudas que recibimos.

El papa Francisco a propósito del Evangelio de hoy dijo: “Porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra y al que llama, se le abrirá. Pero se necesita buscar y tocar a la puerta. Nosotros ¿nos involucramos en la oración? ¿Sabemos tocar el corazón de Dios? En el evangelio Jesús dice: ‘Pues si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!’ Esto es algo grande. Cuando oramos valientemente, el Señor nos da la gracia, e incluso se da a sí mismo en la gracia: el Espíritu Santo, es decir, ¡a sí mismo! Nunca el Señor da o envía una gracia por correo: ¡nunca!”.

(Francisco Fernández Carvajal y http://es.catholic.net/op)

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