El cinto flamígero

Alfredo Boccia Paz – galiboc@tigo.com.py

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Me tocó ser testigo directo de la inesperada agresión del senador Paraguayo Cubas a su colega Javier Zacarías Irún. Me pareció un reprobable acto de violencia y critiqué su modo vandálico de dirimir cuestiones políticas. Volviendo a casa, luego del programa televisivo, escuché sorprendido que, a medida que el episodio era divulgado, los oyentes llamaban a las radios para apoyar a Payo Cubas. Yo pensaba que la mayor parte de la audiencia censuraría su actuación. Mi asombro se consolidó a la mañana siguiente al comprobar que el fenómeno se repetía con creces en las redes sociales.

No fui el único sorprendido, porque escuché a muchos periodistas preguntándose el motivo de esta reacción inusual proveniente de una población tradicionalmente pacífica, a veces, hasta la exasperación.

Lo habitual era que la población observara con pasividad cómo, frente a sus narices, políticos y funcionarios públicos ostentaran fortunas mal habidas. La prensa denunciaba decenas de casos de corrupción sin que se inmutaran los jueces, ni los fiscales ni los parlamentarios, ni… la gente.

Pero, por lo visto, se iba acumulando calladamente una rabia, una indignación, que pugnaba por salir y explotar. Quizás por eso los escraches empezaron a ser atípicos, pues dejaron de ser efímeros y obligaron a que se haga algo. Coincidentemente, empezaron a pasar cosas: jueces, fiscales y parlamentarios despertaron de una larga siesta cómplice.

El ciudadano común percibió que si no gritaba, si no metía miedo, nada cambiaba. Había sido que la violencia, la reprochable y execrable violencia, conseguía lo que las vías institucionales jamás lograban. Y allí apareció Paraguayo Cubas, quien había sido electo justamente por romper las normas y decir lo que muchos pensaban, aunque no se atrevieran a expresarlo. Payo Cubas –tildado de loco, sobreactuado u oportunista– es, en el inconsciente colectivo, el ángel vengador capaz de hacer cosas que mucha gente común no haría, aunque animarse a hacerlo sea su inconfesable deseo íntimo.

En esta situación hay algo parecido a lo relatado por Carlos Villagra Marsal en Mancuello y la perdiz. El perverso Pantaleón Mancuello, malo hasta la exageración, mantiene oprimido a un pueblo que lo padece con mansa resignación. Hasta que llega el arcángel Gabriel transmutado en arribeño y lo revienta a “guachazos” para alegría del vecindario. La salvación viene de manos de alguien con habilidades mágicas, capaz de hacer aquello que la población siempre deseó, pero no podía hacerlo.

No justifico la actitud del senador Cubas. Apenas intento explicar la aprobación de la mayoría de la gente. La violencia es insostenible como método de resolución de conflictos en democracia. Pero tampoco hay democracia si las instituciones solo funcionan a golpes.

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