¿Cuál será el camino a seguir?

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La desaceleración económica de nuestro país es una realidad que estamos sintiendo todos desde hace varios meses.

Las proyecciones más optimistas iniciales sobre el crecimiento se fueron a la baja, y de alguna manera las esperanzas estaban puestas en que las cosas puedan empezar a mejorar en el segundo semestre del año.

Claramente ya no sería un buen año económico, pero al menos se debía intentar reducir lo más posible la desaceleración.

Para el efecto, las discusiones centrales y el eje de los debates estaban orientados a definir el conjunto de medidas que se debían tomar para efectivamente generar condiciones más favorables a la recuperación.

Al menos las políticas y estrategias que dependen de decisiones internas, pues la coyuntura internacional sigue complicada en muchos sentidos. Es decir, hagamos nuestra parte de la mejor manera posible para afrontar los shocks externos.

Sin embargo, en medio de este proceso nos explota una inesperada bomba política de proporciones gigantescas que pone en serio riesgo a nuestro país, no solo el segundo semestre de este año sino también los años siguientes.

En este caso, no se trata de una coyuntura o episodio externo sobre el cual tenemos poco control. Se trata de una crisis política generada íntegramente por la incapacidad de nuestra más alta burocracia estatal de manejar como corresponden las cuestiones de Estado.

Una vez más comprobamos con mucha rabia y frustración algo que ya sabíamos pero que pretendemos ir superando –al parecer ilusoriamente– aunque sea de a poco: la tremenda debilidad y fragilidad de nuestras instituciones.

Cuesta entender, y sobre todo aceptar, el manejo tan poco serio y profesional que se hizo de algo tan importante y sensible para la ciudadanía, como sin dudas son todas cuestiones relativas a Itaipú.

La historia aún no acaba y van saliendo a luz casi diariamente nuevas revelaciones. Sin embargo, el tremendo daño está hecho.

Probablemente el daño mayor, y cuyas consecuencias se pueden extender por varios años hacia adelante, tiene que ver con la gobernabilidad.

Incluso si se logra desactivar definitivamente esta cuestión apresurada del juicio político, todo parece indicar que por un buen tiempo, tendremos un gobierno en una suerte de “modo supervivencia”.

Ese modo implica una enorme pérdida de capacidad de gestión política para impulsar reformas más estructurales, de esas que precisamos en este momento histórico para recuperar la senda del crecimiento y desarrollo.

La coyuntura tan favorable de la década anterior que nos permitió crecer incluso sin encarar reformas importantes se ha acabado. Y precisamente estamos en una era en donde todo depende mucho más de nuestra propia capacidad de implementar políticas públicas adecuadas y promotoras del desarrollo.

Esa capacidad es la que se pierde en el modo supervivencia de cualquier gobierno y esto tiene costos enormes para el futuro.

La gobernabilidad por lo tanto no se trata solo de permanecer en el Gobierno, sino de poder llevar adelante un programa de gobierno transformador, de dejar algún legado importante.

Esto de por sí ya es algo supercomplicado en contextos en donde existe una enorme sobrecarga de demandas sociales, en una sociedad cada vez más exigente y controladora.

Pero si además le agregamos estas situaciones de crisis política de alto voltaje, la debilidad del Gobierno se vuelve crítica y su capacidad de maniobra muy limitada para encarar las verdaderas transformaciones.

Habrá que salir del modo supervivencia lo más rápido posible y para el efecto se tendrán que enviar señales muy convincentes de cambio desde el Gobierno, tanto de personas como la manera de funcionamiento.

Aún queda mucho camino por delante y necesitamos recuperar la confianza en un Gobierno que efectivamente pueda gobernar para construir condiciones favorables para el desarrollo.

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