Ciudadanía vigilante de la política

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Quienes vivimos en toda su extensión la época de la dictadura stronista, recibimos con júbilo el amanecer democrático de aquel 1989. Alentábamos la esperanza de que la libertad recién conquistada nos trajera por fin gobiernos eficaces, transparentes en su accionar y apegados a la legalidad.

A casi tres décadas de aquella gesta épica, que reivindicaba a unas Fuerzas Armadas desprestigiadas por su participación en el régimen derrocado, ascendía una clase política presuntamente renovada e inmune a los vicios de la dictadura. Se sancionaba una nueva Constitución que pretendía restablecer el respeto a la independencia, separación y mutuo control de los poderes del Estado, y asegurar el Estado de derecho.

Nos equivocábamos. Desde las primeras elecciones al amparo de la nueva Constitución, asomó la sombra del fraude, que luego fue confirmada por sus protagonistas, muchos años después, ya cuando era un hecho consumado. La Carta Magna ha sido y sigue siendo pisoteada una y otra vez, con la aprobación cómplice del Poder Judicial, y la corrupción creció en los tres poderes del Estado.

Desde entonces, el resquebrajamiento moral de nuestra clase política ha venido en paulatino aumento. Cada gobierno sucesivo ha alimentado nuevos y sonados casos de corrupción. Cuando en el organismo humano –y en el cuerpo político– se produce un dolor o una irritación que luego se hace permanente, parece que nos acostumbramos y vamos perdiendo sensibilidad ante esos hechos.

Recordamos, sí, acontecimientos singulares que provocaron convulsiones e incluso hechos de violencia que motivaron la reacción ciudadana fuera de los carriles habituales. Un caso reciente fue el del intento de reelección por vía enmienda, que finalmente fue abandonado por sus impulsores, ante la enérgica popular.

Algo similar está ocurriendo con el sonado caso del diputado Ibáñez y, más que con el hecho en sí, con su defensa descarada en el recinto parlamentario, y el voto cómplice de la mayoría. La desvergüenza se extiende a quienes ni siquiera votaron en contra de su pérdida de investidura, sino que lo hicieron en blanco, como si ello pudiera desligarlos de la responsabilidad.

Resulta llamativo que los políticos sean incapaces de percibir el “clima” de la opinión pública, o lo atribuyan cínicamente a la manipulación mediática, cuando en el mundo de las redes sociales todos somos comunicadores, y no solo los periodistas profesionales.

Los legisladores deben entender que la deshonestidad de uno salpica a todos quienes le rodean, a menos que sean ellos los primeros en repudiar y rechazar a los que mancillan la política.

¿Es posible “el saneamiento moral de la nación”, como reclamaban los obispos paraguayos en 1979, y lo reiteraban en 2004? La prédica parece no haber dado resultados, al menos en la esfera de la política. Sin embargo, la prédica de los pastores no se limitaba a la política, sino que se extendía a todos los sectores y a toda la población. Cada uno desde su lugar –políticos, empresarios, trabajadores, etc.– tiene el deber de la honestidad y, a la vez, de combatir la deshonestidad en los otros, especialmente en quienes ostentan el poder. Porque la ciudadanía es la máxima vigilante de la moralidad de la clase política, en la que está incluida una Justicia que se muestra cómplice y beneficiaria de la corrupción.

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