Homo paraguayensis

Hace unos días entrevisté en la radio a un pastor evangélico que había realizado un presunto acto de sanación a un nonagenario indígena que oficiaba de curandero en su comunidad. Según los familiares, el anciano había caído en un pozo de profunda tristeza. El predicador contó que oró por salvar al hombre y luego, con su consentimiento, se llevó todos los objetos que utilizaba para realizar sus prácticas de hechicería.

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El pastor explicó que a menudo realiza esta tarea, reza para expulsar del cuerpo de los deprimidos al demonio que los induce a la autodestrucción. Afirmó que el suicidio es provocado por un espíritu maligno que empuja a sus víctimas a la inmolación.

Obviamente, ningún médico había auscultado antes al chamán que puede estar con un cuadro depresivo o padecer algún trastorno propio de la edad. Comenté el caso en las redes sociales y quedé espantado con la reacción de no pocos internautas que consideraban mejor el pretendido exorcismo que una consulta médica.

Incluso una persona que alegó tener un doctorado y ser devoto cristiano dijo, como justificación de los pretendidos ensalmos sanadores, que la medicina no tiene luego una explicación para los casos de depresión. Imagino la indignación de sus colegas siquiatras.

Es claro que la ciencia no tiene todas las respuestas, ni mucho menos, pero asusta que incluso un pretendido estudioso de las ciencias médicas desdeñe –por sus creencias religiosas– la importancia de todo cuanto se ha investigado y avanzado en la determinación de las causas y el tratamiento de enfermedades tan delicadas como la depresión o el trastorno bipolar.

¿Cuántas vidas se perderían si quienes padecen de trastornos siquiátricos, muchos de ellos controlables con medicación, fueran derivados al cura del barrio o al pastor de la cuadra?

Menciono este caso porque ejemplifica de forma abrumadora una actitud contracultural que todavía es común en el Paraguay: la de atribuirle mayor credibilidad a cualquier explicación mística antes que a la ciencia; como si una afirmación académica producto de la observación y comprobación mediante la experimentación científica fuera de igual o menor importancia que la versión que heredamos de la abuela, o la que nos brindó el pastor o el curandero del barrio.

Esta actitud se repite con harta frecuencia en todas las áreas de nuestra vida social. El método probado si viene de afuera es sospechoso y difícilmente podrá aplicarse en el país, porque aquí todo es diferente, porque este es el cementerio de las ideas, porque nosotros somos una especie distinta del resto del mundo.

Nos encanta convencernos de este disparate. Somos una rara avis, un desprendimiento del Homo sapiens que requiere necesariamente de una tropicalización de cualquier práctica humana antes de su aplicación criolla si queremos éxito. Y esto es válido para el sistema judicial, la reforma educativa o el tratamiento de la depresión.

En definitiva, la ciencia del sapiens no nos sirve; necesitamos construir una propia para nosotros, los Homo paraguayensis.

Y, como diría el finado Benítez, así nos va.

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