Para los pocos privilegiados de la sanguinaria dictadura stronista, el cumpleaños del dictador, el 3 de noviembre, era una fecha feliz. Era el día en que los de su entorno se tapujaban por demostrarle su lealtad y su adhesión incondicional con tal de seguir en los puestos desde los que se enriquecían y tenían carta blanca para cometer todo tipo de abusos.
Mientras tanto, la gran mayoría de la población sobrevivía en una atmósfera de miedo y desconfianza. La Constitución de 1967 era letra muerta y solo servía para dar visos de legitimidad a las extralimitaciones del régimen. Tal era el caso del tristemente célebre artículo 79, por el que se decretaba un estado de sitio permanente en el que los ciudadanos eran apresados sin intervención de juez alguno.
La Ley 209 “De defensa de la paz pública y la libertad de las personas” no era sino la continuidad de esquemas intimidatorios que pretendían dar algún cariz de legalidad a lo que a todas luces eran en la mayoría de los casos flagrantes violaciones de los derechos humanos. Los críticos del autoritarismo eran reprimidos con apresamientos, torturas y el exilio. Reinaba el pensamiento único de acatamiento a la dictadura y todo cuanto fuere contrario a él era tildado de subversivo, con el correspondiente castigo.
Si bien la Constitución preservaba la libertad de prensa, su normativa no pasaba de ser letra muerta porque los diarios y las radios que publicaban lo que no era del agrado de la dictadura eran clausurados temporal o definitivamente. Sin libertades, con una educación alienante, ausencia de respuestas efectivas a los problemas sociales, una Justicia genuflexa al servicio de las injusticias y el miedo permanente en todos los ámbitos, la dictadura causó un daño inconmensurable. Sus consecuencias se observan hasta hoy.
A casi 30 años de la caída del Gobierno totalitario, donde la democracia era una palabra vacía de contenido y apenas una bandera demagógica, todavía no hubo justicia para los que fueron perseguidos y torturados en dependencias policiales y militares. Es lamentable que hasta hoy muchos de los represores policiales, militares y civiles permanezcan en la impunidad. Ello significa complicidad de los sucesivos gobernantes con delincuentes que debieron haber estado en la cárcel purgando los atropellos a la dignidad humana que han cometido.
Es oportuno recordar el cumpleaños del Tiranosaurio –como le llamara Augusto Roa Bastos– para tomar conciencia de la necesidad de mantener viva la memoria histórica. En la medida en que se recuerden las atrocidades cometidas, es posible arbitrar las medidas para no volver a cometerlas. Y poner freno a los nostálgicos que se disfrazan de demócratas sin haber perdido el deseo de reeditar los amargos tiempos de la dictadura.