14 feb. 2025

Una historia de terror

Por Adolfo Ferreiro

Un señor compra en Asunción una casa por doscientos cincuenta millones ¡con teléfono!, algo importante para él, porque es un hombre acaudalado y activo: dirige una conocida empresa listada como “gran contribuyente”.
El teléfono está a nombre del propietario anterior con servicio suspendido porque no se usó durante mucho tiempo y hay que pagar la reconexión y hacer el “cambio de nombre” o algo por el estilo.
El buen hombre concurre a Copaco para lo que supone un trámite sencillo, fácil y barato de acceder como casi todo lo que tiene que ver con los productos tecnológicos.
Primera sorpresa: la funcionaria le dice que para “cambiar de nombre” tiene que llenar una solicitud con la firma “del titular” de la línea, o sea el dueño anterior. No hay argumento que valga, hace falta la firma del anterior usuario de la línea y fotocopia de su cédula.
El buen hombre paga la reactivación de la línea y sale a buscar la firma. Pasan los días y el señor de nuestra historia no tiene teléfono de línea ni puede acceder a internet, dos cosas importantes para él.
Finalmente encuentra al “anterior titular” quien adosa la fotocopia de su cédula y contestan juntos, para no errar, una serie de preguntas que incluyen hasta un “croquis” de ubicación del inmueble. Feliz, como en lamento borincano, nuestro héroe vuelve a Copaco, con la dicha anticipada del deber cumplido. La inefable funcionaria le espeta: “Hace falta que la firma del anterior usuario esté autenticada por escribano público”. El pobre hombre no puede creerlo. Azorado pregunta por qué no se lo dijeron la vez anterior. La respuesta: “Usted no lo preguntó”. ¡Hija de…" no asoma a los labios del usuario, pero casi.
Vuelta a la calle, a buscar un escribano que felizmente los tiene varios. Plin, plan, plum, sellitos, hoja de seguridad, tasas, honorarios y la firma “del anterior” queda autenticada en un manojo de papeles que ya se comienza a ajar y parecer lo que parece. Pasan dos días, porque el pobre hombre rico que se compró una casa por doscientos cincuenta millones tiene otras cosas que hacer y vuelve a Copaco.
La funcionaria lo mira displicente, revisa los papeles y le dice: sí, señor, está todo, pero usted tiene setenta y tres años y solamente se le da teléfono a la gente que tiene hasta setenta.
Conteniendo las lágrimas, avergonzado de ser un anciano millonario, empresario exitoso, gran contribuyente, entre nos todavía “activo”, sufre la constatación cruel de que ya es un muerto civil para Copaco. Debe aceptar que ha comenzado a dejar de existir. Pero se repone, traga saliva, sufre callado y se atreve a preguntar: ¿Tiene arreglo esto? ¡Sí!, le dice la insólita mujer mientras lima distraídamente la uña del meñique izquierdo: tiene que traer un garante y listo, ¡le reconectamos el teléfono a su nombre!
El buen señor medio muerto civil, dice que esta vez no le van a jorobar. Recurre a un conocido “barón de Itaipú”. ¡Já, con este garante pueden mudar la telefónica a mi casa!, fantasea.
El barón de Itaipú le firma la garantía y parte a gozar de su triunfo contra tanta adversidad como no la tuvo nunca en su exitosa vida. Entrega la solicitud a la funcionaria, con firma que tomó precaución de autenticar, de otro millonario, de menos de setenta años y más conocido que Romerito. Naumbrena, la solicitud perfecta.
“Señor, esta garantía no sirve si no me trae el certificado de trabajo y copia de factura de Copaco al día del garante… ¡Señor, señor, ¿qué le pasa? ¡Socorro, llamen una ambulancia! ¡No sé que le pasa a este pobre viejo, parece que se desmayó!”
Amigos, como diría Ortiz Guerrero en “Loca”, si algún anciano desnudo en la arena rezando encontreís, pasad, no le hableís, es un usuario de Copaco, cliente que está loco, ¡adivinen por qué!