24 abr. 2024

Una exigencia inmoral

Luis Bareiro – @Luisbareiro

Si los ingresos de una empresa registran la mayor caída de los últimos treinta años y sus propietarios se debaten en una crisis colosal en la que la mitad perdió el empleo, quedó suspendida o vio cómo sus utilidades se reducían a cero, a ninguno de sus empleados se le ocurriría exigir un aumento de sueldo, aunque antes de la hecatombe le hubieran prometido dárselo. En momentos así, el empleado cruza los dedos porque sus empleadores no quiebren, él consiga mantener su puesto de trabajo y, de ser posible, que no le recorten el salario.

Eso es exactamente lo que pasa hoy con el Estado. Los ingresos tributarios cayeron en más de 900 millones de dólares porque los propietarios de esta compañía, los contribuyentes, soportan la peor crisis económica de los últimos treinta o cuarenta años.

Mientras menos del diez por ciento de los trabajadores del país (los funcionarios públicos) escapaba del terremoto económico provocado por la pandemia –gracias a que el Fisco garantizaba el pago de sus salarios endeudándonos a todos–, el resto vio cómo se desplomaban sus ventas, le suspendían en el trabajo o sencillamente quedaba despedido.

Uno de cada diez trabajadores fue un privilegiado que tuvo el puesto de trabajo y sus ingresos asegurados, y para darle esa seguridad los diez tomamos créditos por más de USD 400 millones, un pasivo que cargaremos por hasta 20 años.

Por esa razón, que cualquiera de los que integran ese diez por ciento protegido por el Estado pretenda ahora, ante esta situación de catástrofe económica, un aumento de salario es un insulto para el noventa por ciento restante; un noventa por ciento que lo único que recibió, en el mejor de los casos, fue un subsidio de G. 500.000 o G. 1.000.000.

Para entender el nivel de egoísmo de este sector privilegiado que se niega a ver lo que ha pasado con la mayoría absoluta de los trabajadores del país, basta con observar lo que ocurre en el sector educativo. La paralización de las clases presenciales provocó un terremoto en el sistema educativo. Los padres de los niños que cursaban en escuelas y colegios privados o subvencionados dejaron de cubrir las cuotas porque se quedaron sin ingresos o prefirieron ahorrar antes que pagar por clases virtuales que no creen que sirvan para algo. El impacto fue brutal para los maestros del sector privado; miles perdieron su trabajo o aceptaron una reducción drástica de sus salarios.

En el Estado ni un solo maestro perdió el empleo o dejó de recibir un guaraní de su salario. Las clases virtuales son tan malas o incluso peores que las del sector privado, pero los padres no pueden evitar que su dinero siga yendo al aparato público que las financia, ya sea con los impuestos que paga hoy, o los que pagará en el futuro para cubrir la deuda asumida para mantener el sistema.

Todos los maestros del país deberían ganar más, de eso no hay la menor duda, como tampoco hay duda de que tenemos que preparar mucho mejor a nuestros docentes. La cuestión es si el Estado puede conceder ahora un aumento del 16% a los casi 60.000 docentes que forman parte de ese diez por ciento de funcionarios que tuvieron el privilegio de mantener sus empleos y salarios, merced a que nos endeudaron a todos para lograrlo.

Y la respuesta es simple y categórica. No es financiera ni moralmente admisible que en el peor año económico de fines e inicio de siglo se otorgue un solo guaraní de aumento salarial a cualquier integrante de la Administración Pública. Cuando a cada paraguayo le han cargado una pesada mochila de deudas para asegurar el empleo de esa minoría que cobra del Estado; cuando de esa mayoría, que son los empleados privados o trabajadores por cuenta propia, apenas un tercio recibió como mucho un subsidio equivalente a medio salario mínimo, decirles que usaran más dinero suyo para financiar mejoras salariales en el Estado es un escupitajo en la cara, un insulto. Y es despreciable que el propio ministro de Educación, por puro populismo, aliente esta exigencia inmoral por inoportuna.

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