Dios no ama especialmente a los hermanos pobres porque sean los mejores (y conste que entre ellos hay personas de una valía extraordinaria), sino porque sufren las mayores injusticias en las cosas más esenciales. En este sentido, no es imparcial.
Por equidad, virtud un tanto olvidada por muchas personas. Dios ama y cuida, defiende y protege y ayuda a los que tienen menos como consecuencia del egoísmo individual y de lo mal que hemos organizado al mundo.
Eso que llamamos el sistema. Y, siendo Dios, el misterio de ese alguien o algo, principio y fin de todo, espejo y modelo en donde nos tenemos que mirar, para ver si tenemos Fe, resulta que la virtud de la equidad es algo esencial para tener la respuesta.
La equidad es superior a la limosna porque sabe elegir a quien es más urgente amar y nos indica cómo ayudarle.
Y, aquí, hay que recordar un descubrimiento que es terrible.
La mitad de los siete mil millones de seres humanos, que existen hoy, padecen hambre y sufren injusticia. Lo cual habla “muy mal” de la otra mitad “feliz”.
Hay en ella personas comprometidas con los hermanos que más sufren, pero la mayoría ignora la equidad.
Un caso concreto: los que ejercen el poder político, salvo honrosas excepciones, no la viven.
Olvidan a los que poco o nada poseen y favorecen a los que más tienen. Con ello pagan la deuda con los que les pagaron la campaña y los tienen favorables para la próxima, pero son los culpables de que el desnivel entre ricos y empobrecidos crezca cada día.
Ellos son, entre otras causas, los responsables de esa bomba de tiempo social que, si no aprueban la asignatura de la equidad, según los entendidos, un día estallará.