En esta sociedad marcada por los discursos y las teorizaciones abstractas, las personas que viven realidades fuertes y dolorosas, de manera firme y digna, sin bajar la guardia y hasta con una extraña alegría, son motivo de atención, y deberían serlo también de reflexión y aprendizaje. Es cuestión de estar abiertos a las situaciones que nos permiten crecer y madurar, por más adultos que nos creamos.
Esto me viene a la mente cada vez que la prensa difunde el testimonio de padres con chicos con alguna discapacidad física, muchos de ellos sumergidos en situaciones de extrema pobreza, que luchan sin descanso por la vida, la salud y el bienestar de estos.
Similar reacción me produjo escuchar a Lilian Clark, madre del músico de Soda Stereo, Gustavo Cerati (54), recientemente nombrado Ciudadano Ilustre de la ciudad de Buenos Aires, que desde mayo de 2010 se encuentra en coma y bajo respiración mecánica, luego de sufrir un accidente cerebrovascular al finalizar un concierto.
Desde aquel día, esta señora está junto a la cama de su hijo, y su fortaleza rompe los esquemas de la mentalidad actual en donde todo afecto tiene un límite, el sacrificio pocas justificaciones para aceptarlo, y la vida de la persona vale solo si reúne determinados parámetros.
Clark reconoce que “Gustavo no despierta”, pero afirma que su vida es tan sagrada como la de cualquiera. Lo dice alguien que enfrenta un drama cotidiano, no un teórico defensor de valores morales; y esto es admirable.
“Le ruego le diga a Lilian que me hace bien su testimonio, su valentía en seguir esperando y que estoy junto a ella. Es difícil decir algo frente a la relación tan sagrada como es la de una madre con un hijo...”, le escribía hace poco el papa Francisco.
El dolor y el sufrimiento, como cualquier otra dimensión natural de toda vida humana, tienen también un valor positivo si nos ayudan a comprender y reconocer mejor nuestra naturaleza y verdaderas necesidades y exigencias, y quizás a aceptar ese “grito” de significado que llevamos todos y que nos hace humanos.
Personas como Lilian y otras tantas, si bien encarnan un amor casi incomprensible en este tiempo, caracterizado por la superficialidad y la comodidad a cualquier precio, son, sin embargo, la esperanza en un mundo que se dirige sutil pero aceleradamente hacia una destructiva deshumanización.