Y ante una consulta así uno podría tener la respuesta casi automática; “Porque yo elegí el camino correcto”, “porque soy honesto y no corrupto”, “porque siempre soy trabajador y no ladrón”, etc., etc.
Más allá de las respuestas, la pregunta del religioso argentino propone una mirada diferente o, por lo menos, poco frecuente ante la realidad de las personas privadas de libertad. Es fácil marginar y juzgar, y tendremos todas las justificaciones; hablamos de personas acusadas o ya sentenciadas judicialmente por crímenes y delitos de diversos tipos.
El desafío de una mirada humana y humanizante frente a los presos es provocativo para cualquiera; también para los que creemos ser más libres y menos corruptos por el simple hecho de estar fuera de una penitenciaría.
Los últimos sucesos en la cárcel de Tacumbú vuelven a sacar a la luz la existencia de hombres que son depositados como despojos y pasan sus días como tales ante el olvido y desprecio de todos. Hay una crisis penitenciaria que nunca fue asumida con la debida seriedad y que en el fondo tiene como una de sus raíces la falta de una mirada o preocupación de este tipo.
No se trata aquí de cubrir con un halo de romanticismo o inocente idealismo una realidad dramática, cargada de violencia, como son las cárceles y sus habitantes de turno, y más aún si hablamos del penal de Tacumbú.
Más bien se trata de asumir la necesidad apremiante que tenemos como individuos y sociedad de reconocer a los presos como seres humanos; más allá de que sean criminales o no, culpables o inocentes, de que nos guste o no su comportamiento; asumir –hasta si se quiere, con rabia– que tienen una dignidad y por ello deben ser tratados como personas y no como animales o pedazos de estiércol.
Y es que la dignidad de cada persona, incluida la del traficante o asesino, es inextirpable, y debemos aprender a darle el debido lugar. No es cuestión de gustos. Tampoco significa dejar de aplicar las penas que correspondan, ni de justificar hechos punibles. Es buscar un trato digno; el maltrato genera más rabia y odio.
Contaba un polémico ex juez argentino que estando en prisión cada llamada que recibía de un amigo era para él “una caricia al corazón”, que le ayudaba “a descubrir el bien que hay en todo mal…”. Le permitía no perder la esperanza y desear salir de aquel lugar; un dato no menor si buscamos la reinserción.
Mirar al reo de esta manera implica para el individuo plantearse: ¿Por qué una atención así frente a una persona que cometió un delito? En tanto que desde el Estado exige un esfuerzo de recursos que podrían recibir críticas, técnicamente justificadas: ¿Por qué invertir en aquellos considerados “lacra” de la sociedad?
Hablamos también de concretar sistemas más ágiles de los procesos judiciales para todos, no solo para aquellos con poder político y económico; pues el 70% de los presos no cuentan con condena, según datos de la ministra de Justicia, Cecilia Pérez. Se trata de erradicar la corrupción y los clanes dentro del penal, donde hay que pagar millones para acceder a una celda, traficar drogas para recibir protección, etc.
Pero, por otro lado, hacer frente a la crisis penitenciaria y mirar al privado de su libertad como ser humano también implica –y con mayor razón– un esfuerzo previo, algo que debe darse fuera de los muros de Tacumbú; el apoyo a las familias y la educación de los padres, el cuidado de la niñez y adolescencia en estado de vulnerabilidad, acceso a la educación y salud, generación de empleos, modernización de barrios marginales, etc. Dejar de mirar a los presos como números o desechos, darles por lo menos una celda y un poco de esperanza, no es cosa fácil. El desafío no es sencillo, pero sí urgente y necesario.