Raquel Chaves
Recordemos el inicio de tan largo viaje. Tras egresar de la rama de Letras en la Facultad de Filosofía, su meta era París y en París, la Universidad de la Sorbonne. Allí se le exigió volver a comenzar la carrera de Letras. Y luego, la Maestría. Y más tarde, el Doctorado, bajo el amparo de Rubén Darío y el Modernismo. Gana por concurso la cátedra de Literatura Hispanoamericana en la Sorbonne, en donde ejerce la docencia largos años. No cabe aquí enumerar los congresos, seminarios, conferencias y libros en los que prodigó su saber Enrique Marini.
Pero anhelaba algo más. Quería dar a los estudiantes paraguayos la oportunidad que él no tuvo: abrir el doctorado en la Facultad de Filosofía de la UNA. Elaboró entonces un documento exhaustivo para el anhelado doctorado. Que nunca pudo abrirse. Múltiples trabas de orden burocrático o vaya a saber qué corteses evasivas lo impidieron. Fue muy triste para todos los que acompañamos tan noble iniciativa darnos cuenta que a nadie interesaba ese gesto tan altruista. Porque era el deseo de compartir una rica experiencia. Y así vivir el aprender. Recordé entonces aquellos versos: “Lo que bien amaste permanece. No te será quitado.” Ya radicado en Asunción, siguió prodigándose en talleres, conferencias y toda ocasión que le brindara la oportunidad de hablar sobre sus textos amados. Como aquella vez, cuando analizó Fervor de Buenos Aires, con una sutileza y rigor tales que al mismísimo Borges hubiera aprobado. En verdad nadie pudo quitarle a Enrique Marini su vocación de maestro.
Quiero compartir un fragmento de un prólogo que escribiera en un poemario: “Y ahora nos ofrece este manojo de poemas. Recorrido que para mí fue imposible andar, al leer y aquí, tal cual se nos traza, sino al revés, intentando guardar en el hueco de las palmas de mis manos esa misma luz que ella persiguió y perseguirá siempre, para que no huya definitivamente por entre mis dedos impotentes.”
Escribir bien significa decir su verdad, decía Octavio Paz. Por eso, para despedir a Enrique, nada mejor que las palabras de Hamlet, el desventurado príncipe de Dinamarca, a su amigo Horacio: “Y ya sabes, estás en el corazón de mi corazón”.
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