Mons. Ignacio Gogorza (*)
Me llamó la atención el mensaje pascual del papa Benedicto XVI. En un día como Pascua que llena de alegría los corazones de los hombres por celebrar el triunfo de la Vida, el Santo Padre nos habla, con dolor, del sufrimiento de numerosos países y de millones de personas a causa de la violencia y de las guerras.
Por otra parte, escuchamos continuamente el deseo de la paz que existe en todas las personas. Salvo excepciones, la paz es querida por todos. Sin embargo no es así la realidad. “No tengo paz”, “No hay paz en mi familia”, “No hay paz en nuestro país”, son expresiones que escuchamos con mucha frecuencia.
¿Qué ocurre? Sencillamente una cosa es desear y otra construir la paz y vivir para la paz. Hay situaciones que no permiten conseguir la paz, porque exige ciertos requisitos que no se dan. Y pareciera que algunos no se percatan de ello o, mejor dicho, no quieren tomar conciencia de estos requisitos.
El primero de todos es vivir consigo mismo en paz. Si no hay paz interior, por ser incoherente en mi comportamiento y en mis actitudes, difícilmente seré transmisor de la paz.
Si no fundamento mi matrimonio y mi familia en el amor, no sabré respetar a los miembros de mi familia e impulsado por mis gustos, caprichos, infidelidades y violencias seré destructor de la misma. Pasa muchas veces y por eso hay tanto dolor en numerosas familias. Si miramos nuestra sociedad, nos encontramos con la inseguridad, la violencia, el miedo y múltiples situaciones de personas crucificadas por la impotencia de superar su pobreza extrema y la miseria.
La paz y la justicia son dos realidades inseparables. Pertenece al arzobispo brasileño Mons. Hélder Cámara el siguiente pensamiento lleno de realismo y sentido común: “No hay verdadera paz donde hay un hombre sin pan y sin techo”. Cuando los derechos humanos más elementales no son respetados, la paz es una simple palabra, no una realidad. Esto nos descubre que la justicia es previa a la paz. O dicho de otra manera: la paz es el fruto de la justicia.
Cuando los hombres y las mujeres pueden comer, disponer de un techo, vestir dignamente y adquirir una formación humana y profesional adecuada, se han colocado los sólidos fundamentos de la paz. Y cuando nosotros nos empeñamos de verdad para que esto sea posible, somos justos.
La paz, por tanto, no es una situación estática y egoísta que fomenta mi bienestar individual, sino un trabajo constante que se esfuerza al derecho ajeno, requiere de mi esfuerzo y la lucha. La paz, por consiguiente, tiene un precio y si este precio no se paga, podrá haber quietud egoísta, pero no auténtica paz, la que siempre debe ser sinónimo de respeto al derecho de los otros.
Después de estas consideraciones ¿podemos decir que vivimos en una paz auténtica? Creo que no. Adolecen de requisitos muchas personas, muchas familias, muchas instituciones y la sociedad en general. Nos toca a todos trabajar para revertir esta situación: sin esperar que comiencen los otros.
Todo los que hagamos por ser más justos, solidarios y humanos representa una valiosa contribución a la paz. Y viceversa: la injusticia, la insolidaridad y los ataques a la dignidad humana alejan todavía más de nosotros la paz.
Que Cristo Resucitado nos ayude a luchar en contra de la cultura de la muerte y a vivir a favor de la cultura de la vida.
(*) Obispo de Encarnación y presidente de la CEP.