12 may. 2025

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CUENTO
El rancho que parte
Irina Ráfols
literatura2014@outlook.es

“La vivienda no es solo un bien inmobiliario, es también una forma de consolidación espiritual”.

MARIO BENEDETTI

Todo comienza con la visión corrediza de una ventana. Es como si la ventana se portara mal y estuviera incumpliendo con el deber de toda ventana. Por lo general, las ventanas tratan de echar una vista, apuntan y ahí se quedan quietecitas para ofrecer un ángulo, una imagen, y pintan formalmente el panorama de un pedazo de cielo inmóvil, de los otros ranchos de chapa que se ven al costado, que pronto tendrán la misma suerte, del poste gris erguido que los mira desde arriba, allá a lo lejos, y si mirás al oeste, la lujosa fachada de gobierno que da la espalda al río, el señorial palacio de los López, muy metido en lo suyo, desde siempre. Pero ahora, ilógicamente, todo se desplaza.
La vivienda tiene una sola habitación. Una abertura cubierta con una lona de arpillera finge ser puerta, y una ventana abierta finge ver al mundo. El hombre que está en calzones, sentado en un banquito frente a la mesa, parece quieto y tranquilo. Si lo vemos mejor, está ensimismado. Tiene entre las manos una latita de cerveza y la mira fijamente, como si la cerveza estuviera a punto de dar una opinión. No es que la sujeta, la tiene prisionera por si también se le diera por escapar. Si lo miramos más de cerca, a los ojos, por ejemplo, notamos que le brillan con una rebelde fijación. Como que están por estallar de bronca, pero todavía algo los contiene. Ahora ve su vida pasar, la ve, literalmente. Es que el ranchito perdió los estribos, se le fue el freno al piso, el río desencajado lamió la base donde reposaba la precaria vivienda y empezó a desprenderse como si todo lo que lo sujetara a tierra firme fuera un tallo nomás y por eso se despliega tan simple, como una hoja.
El hombre tiene la vista fija como un nudo sobre la latita que bebe de a poco, muy lentamente, porque es de donde se agarra mientras la costumbre de naufragar lo retiene al borde de la nada. Y, mientras, sutilmente, el ranchito recorre la costa como un turista, ve otros ángulos del palacio.
Heê… dice apenas, y alza una ceja, pone la boca en forma de cuna dada vuelta. Ve todo el panorama y a él nadie lo ve. De pronto las chapas se desencastran, la lona que hace de puerta vuela a otros mundos mejores, la sartén llena de restos ennegrecidos cae fatalmente al piso. Todo lo inerte se manifiesta: Hay ruidos que suenan a chillidos de ahogados, los cubiertos caen del mueble que es una caja. Todo protesta o grita hasta desfallecer, como el sonido agudo que emite la jarra de vidrio –única herencia de su madre–, cuando se hace añicos al caer de un estante que pierde el equilibrio. Pero el hombre sigue, cabezudamente, con las dos manos en la latita, como que protege al alma de la cerveza, en ese ataúd que corcovea, que relincha mientras lentamente pierde su estructura, mientras abandona la metáfora de ser casa. El hombre también quiere darle la espalda a lo que él mismo protagoniza, a su propia historia. Sin embargo, algo se le empieza a subir desde los pies al estómago, el aviso existencial de una alarma, de que aunque no lo quiera asumir, ha ocurrido una gran tragedia.
Se hace el ñembotavy, hasta cierto punto. Porque cuando siente la humedad en los pies desnudos, cuando la siente en las rodillas, cuando la mesa corcovea y el agua se siente fría en los calzones, tiene que tomar la iniciativa de salvarse. Si fuera fácil morir…, tan delicioso como ir dejándose llevar, así, sentado tranquilamente, mirando hacia una ventana que deja correr la vida, tomando una cerveza como si fuera cosa de nada, sin dramas, sin griterío, sin necesidad de una palabra.
¡Che Dio…! –exclama sin querer–, cuando él también se tambalea, la cerveza se le escapa de las manos, y el agua se le mete en la boca. Entonces a regañadientes da manotazos, intenta agarrar lo que se le escurre, porque no sabe nadar; se agita como un pulpo borracho, traga la amargura del agua, y el instinto de conservación lo manda de un coletazo hacia la costa barrosa.
Con mucho esfuerzo, casi sin aire, sale a la superficie… tiene los ojos enormes inyectados de rojo por el contacto con el agua turbia, y se sienta entre las piedras a llorar, como otras veces, a respirar de nuevo, como otras veces, y a mirar el rancho que todavía se va, que se escapa, que se va cada vez más rápido, más rápido, que se esconde de la vista de quienes nunca lo miran para ocultar su humillación, avergonzado de su imposible deseo de ser vivienda.
Y todo el enclenque esqueleto termina por desmembrarse, las débiles paredes se unen en un último abrazo, las costillas de cinc se desencajan, y caen, raspándose entre sí con un quejido lastimero.
Como otras veces, el corazón quedó en la orilla.