Esto es así porque dicho instrumento es el que define las prioridades que el Estado establece, buscando siempre el desarrollo y el bien común como objetivo central.
El Gobierno no hace otra cosa que decidir de qué manera va a invertir y gastar los recursos que provienen directamente del esfuerzo cotidiano de millones de ciudadanos, que a través de los impuestos financian las decisiones que se plasman en el Presupuesto.
El tema es que como son relativamente pocas las personas que al final deciden cómo estará estructurado el presupuesto –es la forma en que funcionan las democracias representativas–, existe siempre el riesgo latente de que determinados intereses sectoriales incidan de manera más directa en las decisiones, poniendo en peligro justamente la capacidad del instrumento para efectivamente apuntar hacia el bien común.
Esto ha ocurrido por ejemplo en el año 2012, cuando en el Presupuesto se estableció un aumento salarial del 30% al sector público, por fuera de toda racionalidad económica. La que nos exige entender que los ingresos potenciales no podrían sostener ese tipo de brusco crecimiento que, además, se mantiene ya a lo largo de los años.
La consecuencia directa en dicho caso fue reemplazar otras erogaciones –particularmente inversiones– para cubrir este extraordinario aumento en los gastos salariales. Un ejemplo claro de cómo un beneficio directo a un sector determinado complica las condiciones de otro sector mayoritario, pero probablemente sin la capacidad de movilización y presión para evitar decisiones tan perjudiciales.
Es importante recordar que, en nuestro marco constitucional, le hemos otorgado al Congreso un gran poder en el proceso de tratamiento del Presupuesto. El mismo puede modificarlo totalmente si así lo considera necesario, sin considerar o tomar en cuenta la necesidad de calcular técnicamente el nivel de ingresos esperados de la economía –que lo hace lógicamente el poder administrador a través del equipo económico– y sobre lo cual se deberían estimar los gastos respectivos. Debemos reconocer que en los años posteriores el tratamiento del Presupuesto ha tenido una mayor racionalidad.
Ello no significa que no tengan que existir conversaciones, negociaciones, explicaciones e intercambios de opinión entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, pues de eso se trata justamente el proceso democrático en el marco de un equilibrio de poderes.
El problema surge cuando dichas conversaciones se ven en riesgo de distorsión por la cercanía de momentos electorales o sencillamente por altos grados de crispación política.
Preocupa que ambos elementos estén presentes en este momento en donde se debe iniciar el tratamiento del Presupuesto para el año 2017.
El mismo ya fue presentado la semana pasada por el Ministerio de Hacienda y consideramos que se trata de un Presupuesto realista, austero de acuerdo con la coyuntura que nos toca vivir en términos económicos, pero igualmente priorizando aspectos absolutamente claves como sostener el gasto social y seguir aumentando las inversiones en infraestructura.
En el contexto actual y en la dirección mencionada es inevitable pensar en un Presupuesto con un déficit, siempre que se respete lo establecido en la Ley de Responsabilidad Fiscal, tanto en el aspecto de no superar el 1,5% del PIB como déficit, como en el tema de no incrementar los gastos corrientes más del 8% (la regla establece como techo un crecimiento de inflación + 4%), y no incrementar los salarios del sector público si los mismos no sufrieron incrementos en el sector privado.
Es determinante que, a pesar de este momento de alta crispación, los líderes políticos entiendan que en esto se debe hacer un gran esfuerzo para pensar y actuar en lógica “albirroja”.