En una extensa y trepidante entrega de la serie del detective Kurt Wallander, creación del escritor sueco Henning Mankell que estoy terminando de leer en estos días (montado en fluctuantes colectivos fantasmales, en idas y vueltas llenas de ansiedad lectora), el misterioso asesino de la novela elimina con una pistola a una pareja de felices recién casados, distendidos en una sesión de fotos en una apacible playa de Suecia durante su luna de miel. Boda reciente, playa, felicidad, asesinato: combo explosivo.
No es un hecho probado ni mucho menos que William Shakespeare haya acompañado en junio de 1605, en su viaje a Valladolid, a los enviados del rey Jacobo I, para la ratificación del Tratado de Paz que Inglaterra había suscrito con España en Londres en agosto del año anterior, después de décadas de guerra militar y religiosa entre ambos estados.
En esta quincenal columna, desde hace ya unos años se viene insistiendo en las hoy obvias conexiones que existen entre la práctica política esencialmente colorada, las corporaciones religiosas transnacionales y cristianas y el negocio siempre fértil (ideológico y económico) de la fe, más que nada centrado en las confesiones pentecostales de cuño norteamericano (con influencia regional brasileña) que asolan el resto del continente munidos de un inmenso poder económico muchas veces espurio, un fanatismo galopante que fácilmente deviene en éxtasis fascista, con vigorosa influencia conservadora en las instituciones públicas.
Los años previos al asentamiento del régimen de Alfredo Stroessner (1954-1989) por medio de un golpe de Estado, de una violencia que prometía paz con armas que no tardaría en utilizarlas contra la población civil, fueron de una profunda división al interior del Partido Colorado. Con oportunismo y con el apoyo de dichas armas, el artillero pescó (una actividad que le gustaba) en los ríos revueltos del coloradismo y encontró la fuente de un poder que perseguía a base de escasos escrúpulos y hábiles traiciones, con el apoyo de grupos económicos y, sobre todo, de los Estados Unidos.
Desde hace siglo y medio un síntoma superficial de que las crisis sociales y económicas se han vuelto profundas es que los periodistas (en tanto intermediarios comunicacionales de la realidad) comiencen a citar el nombre de Karl Marx en sus aseveraciones cotidianas. Aparece así, para valorarlo o denostarlo, el nombre del filósofo y activista alemán casi siempre devenido sustantivo común o adjetivo que, inopinadamente, se escapa de la academia o de la militancia política para entrar en los medios masivos: marxismo o marxista, donde antes había tabú o autocensura.