Después de la gozosa resurrección del Maestro, podemos imaginar que san Pedro andaría con una mezcla intensa de emociones en su interior. Por un lado, el gozo indescriptible de volver a tener a su Señor junto a ellos después de haberlo visto sufrir lo indecible desde Getsemaní hasta el Gólgota; por el otro, el remordimiento interior enorme por su triple negación durante el interrogatorio en el palacio del sumo sacerdote.
Desde las primeras apariciones de Jesús resucitado, Simón Pedro andaría con unas ganas tremendas de poder estar a solas con el Señor y conversar con Él para explicarle lo sucedido y pedirle perdón. Él sabía que Jesús le perdonaría porque lo había visto hacer muchas veces y porque, además, durante la Última Cena, ya le había anunciado lo que iba a suceder.
Sin embargo, todavía no se había producido ese momento y san Pedro estaría lleno de ansia porque llegara. Ahora, por fin, Jesús se toma en un aparte a Simón y mantienen el maravilloso diálogo que describe el evangelio de hoy.
Jesús, con su particular pedagogía –tan divina y tan humana a la vez–, toma la delantera y le lanza una pregunta que luego repite otras dos veces: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. El Señor, con esa triple insistencia, le está recordando a Pedro su triple negación, pero lo hace de un modo que permite a Pedro reconocer la gravedad de su pecado y, a la vez, saberse enteramente amado por Dios.
No hay resquicio para echar nada en cara, ni para la amargura, ni para una posible pérdida de confianza. Todo lo contrario: es un perdón que no solo cura la herida y limpia la mancha del pecado, si no que regenera, que fortalece, que da la Vida divina para que él pueda compartirla y ofrecerla a los demás.
Así es el perdón de Dios, del cual queremos participar, tanto recibiéndolo como ofreciéndolo a los demás.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-06-03/)