P. Víctor Urrestarazu
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… y les dijo: “Sin duda me aplicaréis aquel refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm, hazlo aquí también, en tu pueblo”.
Y dijo: “En verdad, os digo, ningún profeta es acogido en su tierra. En verdad, os digo: había muchas viudas en Israel en tiempo de Elías, cuando el cielo quedó cerrado durante tres años y seis meses, y hubo hambre grande en toda la tierra; más a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. Y había muchos leprosos en Israel en tiempo del profeta Eliseo; más ninguno de ellos fue curado, sino Naamán el sirio. Al oír esto, se llenaron todos de cólera allí en la sinagoga; se levantaron, y, echándolo fuera de la ciudad, lo llevaron hasta la cima del monte, sobre la cual estaba edificada su ciudad, para despeñarlo. Pero Él pasó por en medio de ellos y se fue”. (Lucas 4, 21-30)
Cristo hablaba y explicaba las escrituras con autoridad. Concretamente, en este pasaje evangélico enseña que esta profecía, como las principales del Antiguo Testamento, se refieren a Él y en Él tienen su cumplimiento. Por ello, el Antiguo Testamento no puede ser rectamente entendido sino a la luz del Nuevo.
Los habitantes de Nazaret escuchaban al principio con agrado las palabras llenas de sabiduría del Señor. Pero la visión de estos hombres era muy superficial. Con un orgullo mezquino se sentían heridos de que Jesús, su conciudadano, no hubiera hecho en Nazaret los prodigios que había realizado en otras ciudades. Es por esto que, llevados de una confianza mal entendida, le exigieron con insolencia que hiciera allí milagros para agradar a su vanidad, pero no para convertirse. Ante esta actitud, Jesús no hizo ningún prodigio siguiendo su modo habitual de proceder; e incluso les reprochó su postura, explicándoles con dos ejemplos tomados del Antiguo Testamento la necesidad de una buena disposición a fin de que los milagros puedan dar origen a la fe. Esta actitud de Cristo les hiere en su orgullo hasta el punto de quererlo matar. Todo el suceso es una buena lección para entender de verdad a Jesús: solo se le entiende en la humildad y en la seria resolución de ponerse en sus manos.
Finalmente, observamos que Jesús no huyó precipitadamente, sino que se fue retirando entre la agitada turba con una majestuosidad que les dejó paralizados. Como en otras ocasiones, los hombres no pueden nada contra Jesús: el decreto divino era que el Señor muriera crucificado cuando llegara su hora.