En una época marcada por las grandes carencias a nivel de liderazgos positivos y modelos de virtudes humanas, el reconocimiento e identificación de una persona con ideales notables y deseos de servicio a los demás, en especial, a aquellos vulnerables, es siempre esperanzador. Tener alguien a quien mirar para construir un camino humano personal y social es también una necesidad para todo corazón inquieto, de niño, joven o adulto, que busca progresar y proyectarse.
En pocas horas más, Paraguay tendrá su primera beata, la villarriqueña María Felicia de Jesús Sacramentado; una religiosa de la Orden de las Carmelitas Descalzas cuyas “virtudes heroicas”, entre otros aspectos, son reconocidas ahora de forma pública, como ejemplo a seguir, como disparador de preguntas o removedor de inquietudes guardadas en las conciencias.
Y corresponde reconocer este evento como aporte constructivo, pues la vida en santidad, es decir, de gente que busca y vive valores e ideales universales urgentes; de personas que saliendo de la comodidad y las mezquindades propias del ser humano, dedican tiempo, esfuerzo y hasta la propia vida por los semejantes –con una sonrisa– y transforman la realidad para mejor, es siempre un bien para la sociedad.
Por ello se trata de una invitación no solo para los hombres y mujeres que han encontrado la fe, sino también para todos aquellos que de alguna forma desean salir del molde que imponen los medios de comunicación y las modas, y aspiran desarrollar todas sus aptitudes y –al final de cuentas– realizarse en el lugar en el que les toca estar, trabajar, convivir o luchar.
Uno de los aspectos más llamativos de la vida de esta mujer, que falleció de púrpura a los 34 años, es que su camino de santidad lo vivió sin obras extraordinarias, sino en el ordinario cotidiano; como atenta maestra escolar, visitando pobres y enfermos en su tiempo libre, donando sangre, organizando a obreras de las fábricas textiles de su época, y, finalmente, viviendo con intensidad y pasión su vocación en el convento.
“Los santos nos dan permisos para arriesgarnos, para dar pasos más allá de nuestras fuerzas”, señala la articulista Silvia Somalé, en referencia a estos hombres y mujeres ejemplares, pero no perfectos. Si uno es capaz de sacudirse de los prejuicios y mirar con libertad la existencia de estas personas extraordinarias dentro de lo ordinario, se convierten en una provocación que ensancha el corazón. Pero no hablamos solo de casos como la Madre Teresa de Calcuta, que rescataba a moribundos o San Damián de Molokai, que dedicó su vida al cuidado de los leprosos en una isla, sino a realidades cercanas.
“Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente; a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan de cada día a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo”, señala el papa Francisco en la exhortación Gaudete et exsultate, y añade: “¿Eres autoridad?, sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales”. Es decir, una invitación a “dejarse estimular” por la “santidad de la puerta de al lado”, como él lo llama, de aquellos que viven cerca y son un reflejo de la presencia de un amor infinito y misterioso capaz de cambiar el entorno y la propia existencia.