20 abr. 2024

Los cuatreros en la foto

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Estamos a solo dos meses de las elecciones municipales. Tenemos que elegir concejales e intendentes, gente que deberá decidir cómo se gastará lo que pagamos compulsivamente en concepto de impuestos y que administrarán ese dinero. Y para elegirlos aplicamos una fórmula muy particular. No hacemos un concurso de méritos ni revisamos currículo ni pedimos referencias. No, dejamos que los partidos políticos nos presenten sus ofertas y elegimos de ese menú.

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Si esto funcionara de acuerdo con el sentido común, los partidos se verían obligados a presentarnos candidatos que parezcan los más confiables, o que tengan los mejores antecedentes. Un urbanista, un gerente comercial de notoria probidad, un trabajador social de reconocida trayectoria, alguien con fama de incorruptible.

Si funcionara así, los partidos se preocuparían principalmente de que no tuviéramos la más mínima duda sobre la honestidad de aquellos que eventualmente pasarán a administrar nuestro dinero. Si primara la lógica, los partidos evitarían que sus candidatos tuvieran la menor relación con cualquiera que haya malversado dinero público, o estuviera bajo sospecha de haberlo hecho.

Si la razón gobernara el ritual de las elecciones, los candidatos deberían ser como la mujer del César, no solo tendrían que ser buenos, sino parecerlo.

Pero, claramente, el ritual de selección no funciona de acuerdo con el sentido común, la lógica ni la razón. Está visto que los correligionarios no votan como si les importara que los ungidos no se roben su dinero ni el de los demás. Aparentemente, la cuestión no es evitar el robo, sino asegurarse de que el ladrón sea de nuestro partido.

Solo así se explica que para los dirigentes políticos lo prioritario en este momento sea dar una imagen de unidad, no importa que eso suponga exhibirse pública y jactanciosamente con personas acusadas, imputadas o condenadas por haber malversado dinero de los contribuyentes. Y nadie encarna mejor esta idea en la actual coyuntura republicana que el principal líder del Partido Colorado, el ex presidente Horacio Cartes.

Cartes se abrazó con el senador Rodolfo Friedmann, a quien la Justicia imputó por presuntos negociados con recursos de la merienda escolar, hechos denunciados por los medios de su propiedad. Compartió foto con el diputado oficialista Miguel Cuevas, imputado por enriquecimiento ilícito y declaración falsa, y con Óscar González Chávez, hijo del ex senador Óscar González Daher, condenados ambos a ocho y siete años de prisión, respectivamente, por enriquecimiento ilícito y lavado de dinero.

Sobre todos ellos pesa la duda justificada -por decir lo menos- de que hicieron fortuna robando dinero del Estado. Se hicieron ricos traicionando la confianza de quienes les votaron para administrar sus impuestos. Están en las antípodas de lo que cualquier persona con un mínimo de sentido común buscaría para gestionar su propio dinero.

Es como si tuviéramos que elegir un capataz que nos cuide el ganado y nos presentaran una lista de candidatos abrazados en la foto con abigeos contumaces y activistas de la fiebre aftosa.

¿Cómo es posible que semejante campaña a menudo sea coronada con el éxito? ¿Por qué la imagen de presunta unidad partidaria es más importante que fingir, cuanto menos, que esta vez los candidatos no tomarán las arcas públicas por asalto?

Una vez más hay que reconocerle al líder republicano Horacio Cartes su exquisito conocimiento del correligionario promedio. En un acto público confesó que la gente se sigue afiliando a su partido con la esperanza de conseguir un cargo público, una beca del Estado o algún otro beneficio. Y afirmó que es imposible ser un buen operador político sin hacer tráfico de influencias.

Es la suprema verdad republicana. El correligionario promedio (y sus émulos azules) no vota esperando que el ungido deje de robar, sino que reparta lo robado, que trafique influencias en beneficio suyo.

Ellos tienen clara la película. Los mentecatos somos los demás que seguimos votando a los cuatreros o a sus amigos para que nos cuiden el ganado.

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