Entre esas voces que nos pertenecen, que nos cuentan el mundo, está la voz de Roa.
Un Roa que hizo de la palabra su herramienta de lucha, pero también le dio a la palabra su valor, decía que la palabra debería tener un lugar, expresarse por ella misma, ser en sí misma la idea, que no exprese la realidad, que sea la realidad misma.
Dijo en el Supremo:
“Escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro”.
Y sus textos eran un desgarramiento de su ser, de esa angustia visceral que le producía la injusticia, el poder omnímodo y que solo podía exorcizar escribiendo. Me decía que escribir para él, era un acto necesario, pero a la vez de gran sufrimiento.
Tal vez porque sus personajes eran seres reales, porque sus circunstancias eran reales, y porque a pesar de vestirlas con esa literatura maravillosa, no dejaba de narrar algo verdadero.
Y agregó: “Escribir no significa convertir lo real en palabras, sino hacer que la palabra sea real”.
Roa, nacido en Asunción pero criado de pequeño en Iturbe del Guairá, un pueblito pobre, de campesinos, cuya única fuente de trabajo era el Ingenio azucarero, vio desde niño el escenario de El trueno entre las hojas, obra que cumplirá en noviembre 70 años de su primera edición.
Ese ambiente, agreste, feraz, le impregnó los ojos y el espíritu para luego volcar en sus textos, no solo la estética del relato, sino y sobre todo la ética, el rescate de los seres ágrafos a quienes les dio su voz para gritar su silencio, su injusticia, la inequidad en la que vivían.
Y corrió por la playa de ese río Tebicuarymi, buscando orquídeas salvajes para llevarle a su madre. Jugando con los niños de su entorno. Jugando en guaraní.
Esa lengua que atraviesa su obra, la sustenta y transversalmente subyace junto al castellano. Esa manera de decir que dice por la manera, como dijera él mismo.
Primero fue poeta, y aunque él dice que abandonó la poesía cuando murió su gran amigo, el poeta Hérib Campos Cervera, la poesía no lo abandonó a él.
Basta leer Carpincheros, o El viejo Señor Obispo, o algún fragmento de Yo el Supremo para encontrar poesía sin siquiera buscarla.
La lengua guaraní influyó en esa riqueza narrativa y estética de toda su obra. Primero en el Trueno, en el que colocó un glosario de los términos guaraníes que tenía el texto.
Pero en Hijo de Hombre ya no los explicó, hizo que se entendiera conceptualmente, le dio al guaraní su lugar. Hijo de Hombre, una guerra fratricida, cuyos soldados no entendían, una grieta profunda que se cerró el día que terminó la guerra, cuando ambos oficiales de cada lado se estrecharon las manos.
Leyó y admiró a los grandes de la literatura universal, reconoció como a sus maestros a Josefina Plá y Rafael Barrett, dos españoles que le dieron al Paraguay su vida y su talento, de quienes aprendieron no solo Roa, sino varias generaciones de jóvenes escritores y poetas.
Admiró también a los poetas populares, escuchó los poemas de los ancestros originarios, abrevó en la cultura profunda del Paraguay, y durante sus 40 años de exilio, llevó su patria en la Lengua, como decía Meliá.
Toda su obra mira al Paraguay, está en Paraguay. Su vida entera fue visibilizar a un país olvidado, en esta “isla rodeada de tierra por todos lados”, luchar por la democracia, por la libertad, por el respeto, como base para la convivencia.
Ese respeto a la mujer como gran reconstructora del Paraguay luego de la feroz y sangrienta guerra de la Triple Alianza, respeto a nuestra gran casa, a las culturas ancestrales.
Libertad de pensamiento
Democracia de la salud y la educación y no como mera fachada política. Y el respeto por el otro, en el entendido de que el otro existe, ocupa un lugar en el mundo, y tiene derechos además de deberes.
Decía que todos los seres tienen un doble, un reflejo en el agua, un reflejo en el espejo, una sombra, un mirar del revés las cosas para verlas mejor, según Gracian.
Fue periodista y denunció como editorialista eso que llamó el “Apego al poder”, esto le valió su primer exilio.
Desde afuera, siguió participando activamente con sus escritos. Dijo al recibir el Premio Cervantes:
“La literatura es capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje”.
Tuvo una participación activa durante la redacción de la Constitución del 92. Hanz Kurz, director entonces de la oficina en Paraguay de Naciones Unidas e impulsor de Derechos Humanos, lo designó como asesor de los convencionales Carlos Villagra Marsal y Rubén Bareiro Saguier.
Consiguieron dejar escrita en esa constitución que hoy nos rige, por un lado los derechos de los pueblos originarios, y por otro la declaración de la lengua guaraní como lengua oficial, constituyéndose Paraguay en país bilingüe.
El guaraní tiene su propia gramática, su abecedario y su diccionario oficial. Es una lengua metafórica que expresa de manera distinta la cosmogonía indígena que es predominante en Paraguay, una mezcla de culturas que se enriquecen mutuamente con el castellano. Solo hay que escuchar las canciones en guaraní sobre la guerra, la patria o el amor.
La cosmogonía guaraní concebía el lenguaje humano como fundamento del cosmos y la primigenia naturaleza del hombre.
Aún las personas que no dominamos la lengua, podemos sentir la influencia enorme que ejerce sobre el castellano, influencia de la que no es posible sustraerse.
A través de un arduo trabajo de la Academia de la Lengua Guaraní y de otras organizaciones que se dedican a la promoción de las lenguas oficiales se han logrado muchas reivindicaciones, pero aún falta mucho, porque la letra está escrita, más el cumplimiento todavía hay que seguir exigiéndolo.
En su exilio europeo, Roa dio clases de literatura latinoamericana y lengua guaraní en la Universidad de Toulouse, en Francia.
Además, Roa abogó también por la multiculturalidad y plurilingüismo, ya que las voces en Paraguay son multilingües.
Durante toda su vida lejos de la patria, pero cerca en sentimiento y comunicación, nunca se alejó de su misión como embajador de su país, un embajador de buena voluntad y resolución.
Nosotros, mi hermano y yo, hijos del exilio, nunca olvidamos nuestro origen, nuestros padres nos lo hicieron presente siempre, y aunque aprendimos a amar los lugares donde hemos vivido, Paraguay nunca dejó de ocupar su lugar. Al respecto, conservo una carta que me escribió cuando me quedé con mis abuelos un año. Yo tenía 10 años. Me gustaría compartir con ustedes un pequeño fragmento de la misma:
“Estoy contento que te hayas quedado al lado de tus abuelos a terminar el año escolar. Será una buena experiencia para ti y espero que saques de ella el mejor partido posible. Me alegra también y me enorgullece que uno de los motivos que te decidieron a esto fuera tu espontáneo deseo de aprender y vivir las cosas de nuestra querida patria. Ella se merece todo nuestro cariño y toda la devoción de nuestra alma. Pon todo tu empeño en quererla y comprenderla; en querer a nuestra gente y en identificarte con ella; en comprender el sentido de nuestra historia y en tener fe y esperanza en su porvenir. Nuestro pueblo es valiente y humilde. Ha sufrido mucho y sigue sufriendo grandes infortunios, pero el dolor purifica a la gente y la hace más buena y valiosa. Te pido sobre todo que te acerques y comprendas y quieras a la gente más humilde y sencilla”.
Esto les da la pauta de sus sentimientos y de cómo desde su papel de padre, me enseñaba a la distancia esos valores inmutables, que fueron sus valores desde que tuve uso de razón hasta su muerte. Como un gran árbol, sus ramas nunca cambiaron, su coherencia entre el pensar y el vivir, lo que le trajo no pocas angustias y sentimientos de culpa, pues una obra monumental como la suya, indefectiblemente dejaría de lado otros aspectos de su vida íntima.
Volviendo a las voces, el multilingüismo debe ser valorado y protegido para que no se pierda la diversidad y la riqueza cultural que encierra.
Decía Daniel Moyano y compartía Tomás Eloy Martínez, dos escritores argentinos del interior del país:
“Cuando Roa publicó Hijo de hombre y Juan Rulfo Pedro Páramo, dejamos de sentirnos solos y en duda de nuestra identidad. Ahí estaban ellos para demostrarnos que podíamos usar la propia voz. De Roa aprendimos a meter la tonada de nuestras provincias en nuestros escritos sin tener que recurrir a las palabras regionales, y evitando de paso que los escritores de Buenos Aires, que siempre fueron muy europeos, no nos tildaran de folklóricos”.
En definitiva, la literatura de Augusto Roa Bastos es una intensa representación de la cultura y la historia paraguaya, y una reflexión sobre los grandes problemas sociales y políticos de Latinoamérica.
Es por eso que la Fundación que lleva su nombre tiene como finalidad preservar la memoria de Augusto Roa Bastos, recopilar, proteger y difundir su obra, proyectando hacia la sociedad su compromiso con la defensa de la identidad cultural iberoamericana y promover la educación entre los jóvenes, mediante la difusión del libro como valor fundamental para el desarrollo humano.
Y para concluir, creemos que hoy los intelectuales también tienen otra misión, dotar de contenido a esas nuevas formas de leer que existen y que no podemos negar, es una realidad y el deber de la literatura es también estar pendiente de esas nuevas voces, tomarlas en cuenta, porque son el abrevadero de una generación importante de jóvenes que buscan allí lo que nosotros hemos buscado y seguimos buscando en los libros.