A pesar de que aumentó su participación económica gracias a la apertura de puestos de trabajo en las áreas de salud y educación en el sector público, a su mayor educación y a la urbanización –que dio lugar a empleos de baja productividad e informales–, sus ingresos son más bajos que los de los hombres mientras que el desempleo y la informalidad son mayores.
El desempleo, si bien no está peor que el promedio regional, es mayor que el de los hombres. Cuando se suma al trabajo informal, resulta que casi el 75% de las mujeres se encuentran buscando trabajo o en un empleo de mala calidad. Esto significa básicamente, sin la posibilidad de contar con seguridad social. Los hombres no están sustancialmente mejor; no obstante, una menor proporción de ellos presentan estas mismas condiciones laborales.
Una de las razones más importantes de los altos niveles de precarización laboral es la necesidad de combinar sus responsabilidades familiares con el trabajo remunerado. Las fuentes de datos disponibles muestran que las mujeres destinan muchas más horas de tiempo de trabajo que los hombres cuando se suma la carga horaria de trabajo en el hogar con la del trabajo en el mercado.
Otra razón importante son los prejuicios de los empleadores, quienes asumen que las mujeres son menos productivas que los hombres debido a esta doble responsabilidad y a la maternidad. Sin embargo, no hay evidencia mundial de su menor productividad ni mayor costo laboral.
Las mujeres deben sobrepasar una gran cantidad de obstáculos para lograr un ingreso que les permita mantener a su familia. Estos obstáculos podrían ser removidos con políticas públicas. A pesar de esto, no existen políticas de cobertura amplia y con las especificidades que requieren las mujeres.
Las pocas iniciativas que existen no tienen enfoque de género, por lo que es de esperar que no tengan ningún impacto en la lucha contra las desigualdades. La desigualdad de género es una de las más importantes en nuestro país, junto con las derivadas del nivel de ingreso o de la etnia a la que pertenece.
Estas desigualdades se acumulan creando un círculo vicioso difícil de salir de manera individual. Ser mujer paraguaya e indígena o campesina y pobre es sinónimo de exclusión casi perpetua. No hay esfuerzo personal posible que en dichas condiciones tenga éxito, por eso el Estado debe tomar las cosas en serio, ya que no se beneficiarían solo las mujeres, sino el país completo, al integrarse más mujeres a las actividades económicas. Ello requiere buenas políticas públicas y de amplio alcance en cobertura. Esperemos que el Gobierno sepa comprender su rol en el desempeño económico de las mujeres.