Sea cual fuere el resultado de las próximas elecciones presidenciales francesas –y sin ánimo de tomar partido por algún candidato en particular-, las condiciones de la ascensión de una mujer, Ségolène Royal, candidata del partido socialista, han representado en sí un evento en la vida de la sociedad francesa.
Desde las “internas” socialistas los franceses han medido con sorpresa el machismo que impregna a quienes se los llama “elefantes” –los dirigentes del partido– ya se trate de hombres e incluso, a veces, de mujeres. "¿Quién se ocupará de los niños?” ( ¡ya son todos mayores de edad!) preguntaba el ex primer ministro Laurent Fabius, mientras que la ex ministra de asuntos sociales Martine Aubry declaraba: “Las elecciones presidenciales no son un concurso de belleza”. Esto, hasta que los rivales de la señora Royal se dieron cuenta de que cada una de sus observaciones los hacía descender en los sondeos en provecho de aquella contra quien dirigían sus dardos. Y ellos mismos tomaban el riesgo, concentrando sus ataques sobre el terreno sexista, de llegar a este resultado: que una mujer gana por ser mujer, sin que se haya realmente hablado de su capacidad para gobernar.
Poco tiempo después, un incidente ocurrido en un país vecino había sido señalado por toda la prensa francesa como otro revés del machismo: la esposa del ex presidente del consejo italiano Silvio Berlusconi, excedida por los insistentes cumplidos efectuados por su marido, en su presencia, a una presentadora de televisión, escribió un artículo publicado en uno de los más importantes periódicos de Italia, reprochando a su marido haber atentado contra su dignidad de mujer.
El “Cavaliere” se vio obligado a pedir disculpas, prueba que este comportamiento del hombre público rodeado de mujeres seducidas por el poder ya no corresponde.
Puesto que del poder se trata, del atractivo que este ejerce y del temor de aquellos que han creído tener el monopolio de compartirlo, pienso que, si quedan aún mujeres prisioneras de esta cultura, una mayoría creciente de las que se interesan en tener responsabilidades no desea el poder en sí mismo sino como contrapartida normal de su capacidad y de su profesionalismo.
AÑOS 80. Cuando a principios de los años 80 las primeras mujeres “grands reporters” ingresaron a la televisión –yo formaba parte de este grupo– nuestros colegas se dieron cuenta de que sabíamos trabajar, que nuestra sensibilidad aportaba un elemento interesante a nuestros reportajes, que teníamos una ética que nos prohibía, entre mujeres, una competencia desleal, y que nos importaba menos que a los hombres mostrar nuestra figura en la pantalla. Hoy día, la aparición de una mujer periodista en un reportaje de guerra ya no sorprende a nadie.
Uno de los elementos que marcan la sensibilidad de una mujer, dando una visión diferente de la vida, es la maternidad: los nueve meses de paciencia, la atención inquieta a la fragilidad del niño… Es también un factor de igualdad y de solidaridad entre mujeres. Las parisinas que toman el metro por las mañanas, sea cual fuere su cultura, su color de piel o su nivel de vida, saben que tienen en sus mentes las mismas preocupaciones: ¿resistirá mi hijo su primer día de escuela? ¿quién lo cuidará si él está enfermo?, ¿tendré tiempo de hacer las compras? ¿ qué prepararé de cenar esta noche? Porque en Francia el costo de vida impide a todas las mujeres contar con servicio doméstico: compartimos todas una vida de doble trabajo, ayudadas cada vez más, además, por nuestros compañeros que no ven en ello degradación.
La generalización de la educación, la llegada, en los años ’60, de la píldora contraceptiva, han dado a las francesas una libertad formidable: libertad de escoger el mejor momento para tener hijos –Francia es el país de Europa donde las mujeres tienen más hijos–, libertad de trabajar, pero también posibilidad, si las condiciones económicas lo permiten, de escoger quedarse en la casa o seguir al marido en el extranjero, sin que se considere –otra forma de machismo– que la que escoge no trabajar pierde su valor. A menudo escuché, al finalizar una comida en la residencia de Francia, manifestar a unos invitados compatriotas míos: “gracias por esta buena comida, discúlpenos por haberla aburrido con nuestras conversaciones de trabajo!” Como si una mujer que deja de tener una actividad evaluada en términos de dinero o de poder se tornara idiota, incapaz de interesarse en la vida pública de la que ella forma parte.
OTRA VISIÓN. No es porque una mujer deja su trabajo que se torna inútil. Y tampoco es porque una mujer trabaja que ella debe perder el sentido de la vida. Pues es esta otra visión que nos hace también rechazar la violencia. En el curso de un reportaje en el norte de Colombia, donde los combates entre guerrillas y paramilitares provocaban numerosas víctimas entre los campesinos, filmé una manifestación de mujeres que habían tomado el compromiso de no tener hijos que serían víctimas o autores de esta violencia. Hoy, estamos en un mundo peligroso: amenazas sobre el medio ambiente, aumento de la intolerancia y del fanatismo, daños operados por la falta de control de la globalización.
El escritor francés Boris Vian relata en “L’herbe Rouge” (“La hierba roja”) la historia de dos mujeres, enamoradas de la vida y de sus esposos, a quienes ven con inquietud obsesionarse en la construcción de una misteriosa máquina que acabará por matarlos. Cuando emergen en numerosos países mujeres que se presentan en cargos de responsabilidad nacional, me parece que la pregunta que se hace no es de entrar en esta máquina infernal del poder, ni de saber quién va a dominar al otro, pero de continuar amando y respetando la vida y de construir un mundo donde nuestros hijos puedan ser felices.
(*) Periodista y esposa del embajador de Francia
acreditado ante el Gobierno paraguayo.