En la fecha se recuerda el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Una jornada importante para reafirmar la necesidad de rechazar todo tipo de práctica destructiva y deshumana en nuestra sociedad; desde aquella violencia contra el ser humano más pequeño por nacer, incluyendo indefensas niñas en el vientre materno; hasta esa que apunta a la niñez vulnerable, la madre soltera o casada, los adultos mayores, enfermos terminales o marginados de cualquier índole. Todas las personas deben ser protegidas contra cualquier expresión o forma de agresión; valoradas y respetadas más allá de la condición en la que se encuentren.
Este Día Internacional nos debe llevar a reflexionar sobre esta “plaga extendida por todo el mundo”, en palabras del papa Francisco respecto a la violencia contra la mujer; nos debe mover a trabajar por una generación de hombres y mujeres que tengan claro que el mal y el odio solo producen más de lo mismo, y que el “otro”, el semejante tiene una dignidad inviolable que debe no solo ser respetada sino incluso admirada. Pues, cómo no quedar asombrado y hasta conmovido frente a la mujer que es fuente de vida, con características únicas y cargadas de riquezas para la sociedad.
Pero, ¿de dónde nace esta violencia, esta forma de actuar contra las mujeres o cualquier semejante? ¿Dónde aprende el varón a entender que su concubina, novia o esposa no es propiedad suya ni de nadie?
Está claro que detrás de cada persona que recurre a la violencia criminal como herramienta cotidiana o forma de expresión ante situaciones habituales de cólera o frustración, hay diversidad de factores intervinientes no siempre fáciles de discernir. Se trata de un tema altamente complejo y delicado. Detrás se ocultan una educación errónea, coyunturas de pobreza e ignorancia; heridas sicológicas y hasta oscuras historias personales, muchas veces difíciles de aceptar.
Y quizás este sea uno de los problemas iniciales; el aceptar en uno mismo o en el otro la existencia de esta realidad. No siempre resulta fácil asumir el problema propio o el de la pareja, dando origen relaciones afectivas enfermizas. El cuidado de la salud mental es relevante; los problemas en este nivel existen y deben ser afrontados.
Así como también debe mirarse de frente y sin prejuicios el origen de la violencia hacia la mujer, la familia, el semejante. Los comportamientos humanos tienen un origen. Cada persona no es una burbuja espontánea, sino que nace de una familia.
Es por ello, que este punto inicial humano y social, debe ser protegido, valorado y rescatado en cada época de la civilización. Fortalecer relaciones afectivas saludables, dignas y estables, es apostar por futuras generaciones dotadas de una estabilidad psíquica y emocional adecuada para un desarrollo en positivo. Una familia estable, que unida enfrenta las dificultades y la dureza de la vida; un hogar sano, que transmita a cada niño la seguridad de sentirse amado y abrazado así como es, con toda su humanidad, fragilidad y virtudes; será siempre una posibilidad de bien para cualquier nación. Educar en el uso adecuado de la libertad comienza en ese núcleo afectivo, reconocido como base de la sociedad.
Por otro lado, hay que reconocer que la violencia contra la mujer tiene rostros distintos; desde la prostitución y la cosificación de su cuerpo para el consumo comercial o el morbo, hasta la pornografía, la esclavitud sexual y el aborto.
El reto de la sociedad es mirar con coraje a la raíz de la violencia en todas sus formas, evitando embanderarse con ideologías o campañas de odio de algún tipo, al tiempo de fortalecer una educación madura de la libertad y la responsabilidad, reconociendo la dignidad inmutable e inalienable de la persona humana. Un desafío en positivo que se debe construir desde el vamos: Aprender a mirar al otro como un bien, un don del que no nos podemos apropiar, y del que, sin embargo, estamos llamados a cuidar y valorar.