La reciente noticia sobre la lechuga a 160 guaraníes el mazo muestra las dificultades por las que pasa la producción de alimentos en Paraguay. Esta es solo una señal más del problema alimenticio que enfrenta nuestro país. Paraguay no solo ha dejado de producir alimentos para la gente, sino que aumenta cada vez más la importación de los mismos, haciéndose dependiente de otros países.
Por otro lado, un crecimiento sustentado en exportaciones de alimentos con escaso valor agregado genera dependencia de los precios y de la demanda internacional y no amplía oportunidades laborales. La dependencia externa tanto de alimentos de la canasta básica como de las exportaciones agropecuarias de bajo valor agregado no es una buena estrategia para un país pequeño, sobre todo cerca de economías más grandes y volátiles como las de Argentina y Brasil. Nuestra economía se vuelve vulnerable, con tasas de crecimiento con determinantes exógenos y con escaso impacto en el bienestar de las personas.
Si a las debilidades macroeconómicas le agregamos las microeconómicas nos encontramos en un contexto sumamente adverso para el desarrollo. Las malas condiciones del sector de la producción de alimentos no permiten reducir la pobreza ni las desigualdades por la vía del trabajo agropecuario, fomentan la migración de jóvenes hacia las ciudades y un proceso de urbanización desordenado.
Los problemas de acceso a alimentos en cantidad, calidad y precios, junto con el consumo de alimentos chatarra impulsado por la publicidad sin control y la ausencia de políticas que garanticen a la niñez y adolescencia el derecho a la salud terminan generando un aumento de la obesidad y de las enfermedades que se derivan de ella como la diabetes.
Paraguay necesita con urgencia una política integral que revierta la situación en la que estamos. Por un lado, las instituciones vinculadas a la producción de alimentos deben impulsar políticas para aumentar la producción y productividad del sector que se traduzca en una oferta a lo largo de todo el año de productos sanos y a precios justos para el productor y para el consumidor. Esto implica políticas que mejoren las condiciones de producción, de acceso a mercados, mecanismos de garantía de precios e inclusión financiera –créditos y seguros–.
La reducción de la pobreza y el control de la inflación necesitan que la producción de alimentos genere ingresos suficientes por el lado de la producción y una oferta estable a lo largo del año para el consumo de las familias. Por otro lado, se requieren políticas que favorezcan la alimentación sana de la población. Los programas de alimentación escolar deben ser fortalecidos en conjunción con el de compras públicas, se debe fomentar la alimentación sana con campañas públicas, incluso desincentivando el consumo de las mismas con mecanismos tributarios, que además generen recursos para enfrentar las enfermedades que producen alimentos procesados con exceso de sal y azúcares. El caso de la lechuga, si bien es puntual, refleja mucho más problemas que su baja cotización en un momento particular de la coyuntura.