María de Nazareth fue una mujer animosa siempre. En decisiones complicadas, como cuando el ángel le presentaba el plan de Dios de ser la madre de Jesús. En momentos de infinito dolor, como cuando estaba al pie de la cruz. A lo largo de la vida de cada día, dándose cuenta antes que nadie de que faltaba vino en las bodas de Caná o haciendo un viaje largo a la montaña, estando embarazada, para ayudar a su prima Isabel.
Estuvo siempre presente en las buenas y en las malas. Y el Día de Pentecostés, cuando nacía la comunidad cristiana, todos estaban con ella en aquel acto fundacional que iba a cambiar el mundo.
Ella cumplió, mejor que nadie, el apasionamiento de su hijo Jesús por ese proyecto del Reino de Dios. Tuvo que soportar que, por él, Jesús dejara a su familia para dedicarle la vida.
Desde entonces y por el resto de su vida, casi tres años, María de Nazareth acompañó a su hijo desde Nazareth o yendo con él. Comprendiendo todo lo que hacía o haciendo un esfuerzo para lograrlo.
Solo Jesús y María saben lo que hablaron los dos cuando se encontraban. Pero, en esas conversaciones, ella profundizó todo lo que significaba y encerraba aquella su aceptación el Día de la Anunciación de que se hiciera la voluntad de Dios.
A esta mujer animosa y fuerte. De una fe inmensa. Testigo cualificado de ese Reino de Dios que tanto apasionaba a su hijo Jesús, primera cristiana en la Iglesia, quiero hoy rendirle un homenaje. Y unirme a todo el Paraguay, que en estos días la felicita y acude a ella en su advocación de Virgen de Caacupé.