En el Paraguay las llamadas enfermedades silenciosas son quizás la peor amenaza de la salud pública. En primer lugar, y más incorporado a nuestra realidad, está la presión sanguínea alta y los problemas cardiacos ulteriores. De forma más soterrada, oculta en varios pliegues superpuestos de nuestra típica y esquiva forma de ser, se encuentra la depresión en sus distintos niveles y manifestaciones.
El optimismo de fachada, la incapacidad de verbalizar nuestros problemas para aliviarlos y la falta de estructuras institucionales o sociales de contención de fácil acceso (tanto del tipo personal como del profesional) forman una masa crítica incorporada a nuestra identidad personal-comunitaria, que nos expone de una manera muy especial a los golpes bajos de la ansiedad, la depresión, así como a otras experiencias sicológicas de mayor cuidado o de diagnóstico más fino.
En las últimas fiestas de fin de año, la Policía Nacional una vez más mostró datos que a esta altura ya no deben sorprender: en las celebraciones que más deben acercar a las familias fue precisamente la violencia intrafamiliar, la triste invitada a nuestras mesas y a las estadísticas policiales.
Dato este que si juntamos con el maltrato laboral, los abusos en redes sociales, la violencia en el tránsito, los entredichos fuertes en eventos públicos y la actitud hostil hacia el vecino ante la más nimia circunstancia nos da un panorama más que preocupante de la salud mental de los compatriotas.
Como tantos otros temas, la salud mental no figura entre las prioridades de las autoridades políticas y los organismos sanitarios hacen malabares para tratar de tapar la profunda grieta que amenaza con resquebrajar la estabilidad personal y social.
Hay una acuciante falta de profesionales en los sectores público y privado para atender la endeble siquis del paraguayo. Además, se sigue tropezando con el preconcepto falaz de que dar atención a estos problemas es una cosa de locos y no de personas comunes.
Precisamente son las personas no asociadas a cuadros graves o con indicios clínicos extremos plenamente identificados, las que de peor manera llevan esta situación, pues no reconocen su problema, no se tratan y desembocan en severos inconvenientes de convivencia con uno mismo y el entorno. A la postre, el prejuicio que disimula un temor pueril y una ignorancia acendrada le lleva a vivir de forma pésima.
El tiempo de reposo veraniego es precisamente el mejor momento para el reseteo mental y para buscar una mejor situación de vida.
El mar que nos negó la geopolítica regional es el epítome del reposo perfecto. En una medida más proletaria está el arroyo y el consiguiente abuso del alcohol como un ideal perverso de las buenas vacaciones. Un mal descanso solo sirve para prolongar el problema personal y las patéticas manifestaciones nocivas en el contexto familiar.
Hay que aprender a disfrutar. El más que necesario relajo festivo no debe ser enemigo de la salud y la paz interior. Debemos reeducarnos para sacar el mejor provecho al dulce placer de no hacer nada.
Los profesionales recomiendan el ejercicio físico, la alimentación equilibrada, los brindis comedidos y, fundamentalmente, la desconexión digital. El celular y las redes son grandes instrumentos de interacción, pero totalmente prescindibles cuando se quiere lograr un verdadero descanso. El arte es otro camino: leer un libro, disfrutar de una película, perderse mirando un cuadro o simplemente contemplar el entorno para caer en la cuenta de la maravillosa experiencia de estar vivo son grandes vías para ser feliz y de hacer feliz a los demás.