Por Mario Rubén Álvarez
Como casi la gran mayoría de lo que aparece no es, en nuestro país se instaló una especie de deporte nacional practicado por muchos: desconfiar de todo y de todos. Vivimos una severa crisis de credibilidad: mba’'eve haimete ndajagueroviavéi.
“No, péa ijapu” es lo primero que se escucha cuando alguien hace una manifestación pública. Reaccionar de ese modo ya se convirtió en un tic, en un reflejo condicionado. La Ley de Paulov se comprueba a cada instante: dado un estímulo, la respuesta es la misma. Algunos, incluso, van más allá de la mera desconfianza automática al esgrimir el argumento de “che aikuaa porã" para dar aire de autoridad a su posición.
Lo más grave de todo esto no es la percepción de que cuanto emerja en la realidad deba tener necesariamente algún lado oscuro invisible y que, por lo tanto, más vale poner en tela de juicio lo que se presenta. Al fin de cuentas, la impresión puede ser falsa.
Lo verdaderamente alarmante es que esa sospecha tiene sobrados fundamentos en lo cotidiano. Lastimosamente el refrán que recomienda “piensa mal y acertarás” es cada vez más real.
Si, por ejemplo, se trata de una sentencia judicial que convierte en polvo lo razonable y resulta a todas luces injusta, no puede sino estar de por medio el soborno. El “Poderoso Caballero” al que alude el poeta Francisco de Quevedo es el que inclina la balanza, dicta las penas y los sobreseimientos.
Cuando algún jerarca acusado de apoderarse de plata proveniente de las arcas del Estado dice: “No, yo soy pobre, vivo modestamente de mi sueldo y de lo que gané en la profesión” –que, en la mayoría de los casos, no ejerció nunca porque encontró en la política una mina de oro que le produce sin trabajar–, hay que mirar lo que le rodea.
Su mansión, su flota de vehículos, sus acciones en varias empresas, sus abultadas cuentas bancarias dentro y fuera del país; sus departamentos en el exterior, sus lanchas de lujo, sus estancias y otras evidencias que lo desmienten, dan razones para concluir que la honestidad no es la madre de los frutos que ostenta.
Lo que los hechos permiten comprobar ejerce una influencia nociva sobre el pensamiento colectivo, que tira en una misma bolsa cuanto encuentra a su paso. De a poco se va moldeando una cultura que ya no cree que los valores puedan existir ni que en medio de la podredumbre todavía florecen los jazmines.
Descartes, el filósofo francés, estableció la duda metódica –desconfiar de todo con rigor científico–, pero para buscar una verdad esencial e inapelable. En nuestro país, ni los interrogantes ni las constataciones sirven de mucho para reconstruir una sociedad en base a parámetros diferentes a los vigentes.
Hay que admitir, sin embargo, que por culpa de los que permiten corroborar las sospechas no se puede concluir que todos los jueces, todos los policías, todos los parlamentarios y el resto estén emparentados con las tinieblas. Muchos –acaso más de lo que imaginamos– son íntegros, honestos, apasionados por servir a la patria, justos, insobornables y dignos.