Cuando el número de damnificados por la creciente del río Paraguay alcanza las 65.000 familias (casi 15.000 de las mismas en Asunción), el escenario que se presenta es evidentemente una película repetida, en la que se suceden las mismas escenas con similar desenlace.
Los protagonistas principales (las familias afectadas) emigran prácticamente año tras año de los lugares inundables y del cauce del río hacia refugios provisorios, impactando en los nuevos asentamientos, generando el reclamo de los vecinos y recibiendo apenas algunos implementos para constituir sus nuevas viviendas precarias.
Las autoridades –con total falta de previsión– apelan por su lado a tan solo declarar la consabida emergencia distrital, para aligerar la provisión de chapas, colchones y alimentos, con el fin de reasentar a los perjudicados y ofrecer un paliativo a su éxodo permanente, pero sin un plan específico a mediano y largo plazo para bajar al mínimo el impacto de una crecida hídrica como la actual.
Al parecer, ni el sentido común prevalece cuando de administrar en estos menesteres se trata, ya que es impensable que se vuelvan a reproducir las mismas escenas de lamentos, reclamos, afectación y desarraigo, a sabiendas de que debe aplicarse una política pública que permita a la población ya no pasar por situaciones extremas cuando ven que su lugar de residencia es tomado por las aguas.
Se habla de poca voluntad política, de artimañas para que la situación no cambie y se aproveche ese “caudal electoral” cautivo para encumbrar a los detentadores del poder, de caldo de cultivo para las empresas proveedoras de chapas y otros insumos, de chatura mental en familias que prefieren continuar el vía crucis con tal de recibir siempre la ayuda paternal del Estado, sin salir de su “zona de confort”.
Pero más allá de los dimes y diretes en torno al tema, es imperioso aplicar las previsiones del caso, a sabiendas de que el fenómeno climático no ocurre tan solo una vez en la vida, y que la solución definitiva pasa por una reforma en las condiciones de política habitacional, y en la atención más estricta hacia la franja poblacional permanentemente afectada.
Hasta ahora, solo se contempla la ineficiencia de los estamentos públicos para hacer frente a estos fenómenos y sus consecuencias, porque siempre aparece el remedio posterior a la enfermedad, es decir, los paliativos cuando la humedad ya está por el cuello de la gente perjudicada.
Una dimensión nueva se inserta en esta problemática: la consecuencia emocional que –sobre todo en los niños– aparece con el desarraigo, con el paisaje que debe ser abandonado cíclicamente a esta altura del año y la transformación en el biorritmo propio de las familias que padecen las inundaciones.
Este parámetro difícilmente pueda ser medido, pero formará parte del destino de las zonas más vulnerables, mientras no haya una verdadera decisión desde las autoridades correspondientes para revertir la bola de nieve adversa que se genera año tras año, con el agua que deja un tendal de daños físicos y sicológicos, desajusta el engranaje social y deteriora las posibilidades de mejorar las condiciones de vida de miles de compatriotas.
La mejor manera de sentar las bases de una transformación para bien será el sinceramiento de todos los actores de esta película: los moradores que se asientan en el cauce del río saben que anualmente existirá el riesgo de ser alcanzados por las aguas; la Comuna debe invertir mejor en trabajos de precaución y concienciar; mientras que al Gobierno Nacional de una buena vez le toca el rol de traducir el financiamiento en una franja costera, para no enfrentar siempre el mismo escenario penoso.
Veremos si todo esto puede encauzarse, para no observar de nuevo el año venidero a las mismas familias –o quizá en mayor número, ya que la naturaleza golpea con más fuerza año tras año– deambular en busca de lugares secos, ante la indiferencia de algunos, y la ineficiencia de otros.