13 ene. 2025

Esta pelea nos va a llegar a matar

Ahora resulta que una sórdida historia de obsecuencias, concesiones políticas y conflictos internos puede derrumbar todo el edificio electoral.

Por Alfredo Boccia Paz
Hicimos pocas cosas bien durante nuestra transición a la democracia. Y ésta terminó de tan mala calidad –“rasca”, diría Adolfo Ferreiro–, que nos dejó más pobres que antes. Pero si algo podemos rescatar de lo alcanzado en la última década y media, es de haber construido una institución electoral respetada y creíble. Luego de la infinidad de comicios amañados y tramposos que montaba el stronismo, la organización de elecciones legítimas y limpias se había convertido en un imperativo de los nuevos tiempos. Y vaya que hemos avanzado desde entonces.
Mirados desde la perspectiva de los años, los logros han sido impresionantes. Las elecciones paraguayas se volvieron transparentes, los cómputos conocidos con rapidez y los resultados poco cuestionados por los perdedores. En el 2000, Yoyito Franco ganó la vicepresidencia de la República con escasos miles de votos más que el candidato colorado y el veredicto popular fue respetado sin incidentes destacables. Luego vinieron las urnas electrónicas y el sistema electoral paraguayo fue utilizado como modelo a copiar por otros países del continente.
No estoy afirmando que la estructura sea perfecta. Lejos de eso. Pero quien sostenga que estos avances son irrelevantes conoce poco de la historia electoral del Paraguay. Un solo datito revelador: jamás hemos tenido una alternancia política en el poder por vía electoral. Las veces que eso ocurrió, fue a través de las balas. Por eso me irritan aquellos que dicen que tener elecciones limpias es una mera formalidad, un ritual algo hueco de la democracia política. Es cierto que el derecho a elegir no garantiza nada y que, para mi gusto, mis compatriotas convierten el domingo de votación en el día del masoquismo nacional. Pero sin ese derecho, todo sería peor. No está de más recordar que, durante décadas, buena parte de nuestra sociedad clamó, luchó y fue reprimida por la potestad popular de elegir.
Ahora resulta que una sórdida historia de obsecuencias, concesiones políticas y conflictos internos puede derrumbar todo el edificio electoral. Todo se hizo público hace unas semanas, cuando fue destituido el funcionario Ricardo Lesme, director del área informática del Tribunal. Su cabeza había sido pedida por el senador Galaverna y el pedido fue gentilmente concedido por los ministros Morales y Dendia. Al sumarse este último al requerimiento colorado se rompió el equilibrio político –tan intangible como esencial para la credibilidad– que había caracterizado a la instancia electoral.
Desde entonces, las cosas empeoraron. El bloque opositor empezó a hablar de un –probablemente inconducente– juicio político. Los doctores Morales y Dendia respondieron con una barbaridad administrativa: se fueron de vacaciones dejando como presidente provisorio de la Justicia Electoral a un juez de inferior categoría a Ramírez Zambonini. A su vez, éste reaccionó de modo algo lógico, aunque jurídicamente cuestionable: en una resolución unipersonal, asumió la presidencia del Tribunal. No me desespera saber cuántos son capaces de darse cuenta de la gravedad del caos: si el proceso electoral que culmina en el 2008 no resulta confiable, estamos fritos. Lo que me asusta es saber que la única salida es una negociación política amplia, inteligente y generosa. Y que somos indómitamente capaces de destruir lo poco de bueno que hicimos en estos años.