Ningún país ha logrado desarrollarse sin impuestos justos. A pesar de los obstáculos que la desigualdad económica pone al desarrollo, señalada por incontables referentes académicos y políticos del mundo y por investigaciones y casos específicos de estudio, Paraguay no da los mínimos pasos en tal sentido.
Seguimos haciendo caso omiso a este grave problema aun conociendo las consecuencias. Vivimos en el país de mayor concentración de la tierra en el mundo y una de las brechas de ingresos más amplias de América Latina.
Un sector mínimo de la población cuenta con recursos económicos para financiar educación de primera calidad y su acceso a las mejores universidades del mundo. Si se enferma, viaja al exterior, no depende de la dotación de medicamentos ni del acceso a servicios de diagnóstico en los hospitales del Estado y ante la inseguridad contrata servicios privados. No necesita transporte público porque puede contar con un vehículo para cada miembro adulto del hogar.
La educación, en lugar de constituirse en un trampolín para la movilidad social, termina fortaleciendo una estructura social asimétrica. En estas condiciones, no hay esfuerzo individual suficiente que garantice salir de la pobreza y permanecer fuera de ella durante toda la vida.
La política fiscal es el instrumento utilizado por los países para salir de esta trampa. En la misma se combinan un sistema tributario que recauda lo suficiente con políticas que contribuyan a remover los factores que originan las inequidades sociales.
Paraguay hace lo contrario, recauda poco y mal. En los últimos años, con tasas de crecimiento promedio cercanas al 5%, apenas logró reducir la pobreza –no eliminarla–. El país no logró crear una clase media fuerte, con posibilidades de mantenerse allí en el largo plazo y garantizar un crecimiento de calidad.
Hoy, esa clase media porcentualmente es baja y casi tan vulnerable como los pobres. Si un miembro se enferma, la familia pierde los pocos activos que logró acumular y corre el riesgo de volverse pobre. La misma suerte corre si el jefe de hogar pierde el trabajo si tiene 50 años o más.
Ni hablar de una vejez digna. La mayor parte de la gente trabaja toda su vida, incluso desde la niñez, sin lograr acumular lo suficiente para vivir sus últimos años con una mínima calidad de vida a pesar de pagar sus impuestos.
Por otro lado, un sector privilegiado se mantiene al margen de estas vicisitudes beneficiándose paralelamente con las riquezas del país y con el crecimiento económico. El pago de impuestos es parte del contrato social al que estamos obligados como integrantes de una Nación.
No hay argumentos éticos ni económicos que avalen la existencia de estas asimetrías, al contrario, existen suficientes razones que muestran la relevancia de los impuestos justos para el desarrollo. Un país soberano y que busca el bienestar de su gente no debería estar recibiendo recomendaciones como las realizadas por el Fondo Monetario Internacional. Si fuera responsable de su futuro ya hubiera planteado los cambios necesarios.