Estar fuera del país durante dos semanas lo confronta a uno con dos experiencias desigualmente trascendentes. La primera es la fútil sensación de que el Paraguay no existe. Casi nada de lo que allí sucede llega a los periódicos del extranjero.
No estoy contando nada novedoso; estamos lejos de todo, carecemos de litoral marítimo, de polos turísticos famosos, de petróleo y de cataclismos de repercusión internacional. Ya lo dijo hace años el periodista satírico norteamericano Patrick O´Rourke: “El Paraguay es un país en medio de ninguna parte, que es famoso por nada”.
Ni siquiera nuestro legendario calor impresionó al escritor: “El clima de ese país es casi idéntico al de Florida, pero más cómodo, ya que nadie tiene que usar un disfraz de ratón gigante para ganarse la vida”.
El año pasado tuvimos algo para ofrecer a la prensa mundial: la caída de seis décadas de predominio colorado a manos de un ex obispo. Suficientemente exótico y pintoresco como para asegurarnos alguna modesta presencia en los titulares de tapa. Después, de nuevo el anonimato mediático, solo efímeramente interrumpido por la aparición de los sucesivos hijos de Lugo. Pero ya son tantos que ni siquiera eso mantiene el ráting. Que no seamos noticia, no debería importarnos en lo más mínimo. Somos un país de bajo perfil, ¿y qué? Vivimos aquí y no nos preocupa demasiado que casi nadie pueda identificar al Paraguay en un mapa. Ser permanente noticia mundial no nos hará más felices.
Solo que aquí empezamos a acercarnos a la segunda constatación, mucho más angustiante. Uno puede ausentarse durante semanas, olvidarse de leer los diarios por internet, no cruzarse con ningún compatriota y, a la vuelta, casi infaliblemente, la sensación será la misma: nada ha cambiado, la gente y los diarios siguen hablando de los mismos temas de antes.
Esta percepción de inmovilismo, de congelación del tiempo, de letargo colectivo, tampoco es nueva y parece provenir de lo más profundo de nuestro genoma cultural.
El cansino ritmo paraguayo, predestinado por nuestra ubicación geográfica, nos acostumbró a reaccionar parsimoniosamente ante noticias que llegaban tarde, ante modas y tendencias que llegaban tarde, ante cambios mundiales que llegaban tarde.
No en vano la película paraguaya más exitosa fue Hamaca paraguaya, con planos y personajes que parecen detenidos en el tiempo. Nuestra política transcurre en cámara lenta. Luego de la dictadura más larga de la región, transitamos la transición democrática más larga de la región.
El año pasado nuestros políticos incorporaron elementales diferencias ideológicas a sus discursos cotidianos. Debaten hoy cuestiones que en otros países fueron superadas por anticuadas hace décadas. Vemos cómo se va perdiendo inexorablemente una oportunidad más de acelerar los cambios que el país necesita. La popularidad del presidente sigue en descenso, pero aún más desacreditados están los parlamentarios y los jueces de la Nación. ¿Puede ser viable un país sin institucionalidad asentada, sin partidos políticos serios y, además, anclado culturalmente al ritmo indolente de sus siestas calurosas y pegajosas? La respuesta es sí, pero con niveles atroces de pobreza, desigualdad y violencia.
Nos queda, sin embargo, la gente. Hemos construido ciudadanía a un ritmo exasperantemente lento, pero que no ha cesado de crecer desde hace dos décadas. Y no hay otro camino que ese, pavimentado por una obsesión por la educación, que aún estamos a tiempo de emprender. Apenas a tiempo, pues a veces me invade el temor de que el tren de la historia latinoamericana ya nos haya dejado en el andén. Si eso ocurre, por previsible, tampoco será noticia que sorprenda al mundo.