12 jun. 2025

El lápiz de Casaccia

Por Guido Rodríguez Alcalá

Conocí a Gabriel Casaccia en 1964, en el Sanatorio Americano. (Los dos teníamos parientes enfermos, aunque no de gravedad.) Me llamó la atención su mirada penetrante y su cortesía. A partir de entonces, pude compartir mis impresiones con las de mis amigos René Dávalos, Adolfo Ferreiro, Emilio Pérez Chaves y otros que terminaban el bachillerato o comenzaban la universidad.
Todos nos considerábamos modernos porque usábamos la máquina de escribir. Nos sorprendía Casaccia porque escribía con un lápiz, que nadie había visto nuevo ni gastado –un lápiz aparentemente mágico, porque conservaba siempre su longitud–. Lápiz y cuaderno en mano, el escritor se iba para Areguá, cuyas calles recorría envuelto en un poncho. (Sus visitas al Paraguay eran generalmente en invierno.) En Asunción se lo veía poco, porque prefería el lugar de sus novelas y sus recuerdos, y porque era un hombre modesto, por oposición a ciertos colegas.
Que yo recuerde, sólo pasó un tiempo largo en Asunción, y con gran cobertura mediática, a mediados de 1966. Entonces, se dieron cita varios escritores extranjeros o residentes en el extranjero: Mario Vargas Llosa, Augusto Roa Bastos, Rubén Bareiro Saguier y Casaccia. En la foto, tomada en casa de don José de la Sobera (José Berges casi Melgarejo) y publicada en los diarios, no aparece el narrador Jorge Edwards, que también nos visitó; salvo que me falle la memoria, porque pasaron más de cuarenta años.
No me falla del todo. Recuerdo bien el debate organizado en radio Caritas y otras presentaciones y conversaciones con los escritores.
En una ocasión, alguien le preguntó a Casaccia por qué usaba “palabras soeces” en sus escritos. Él contestó: porque, si uno va por la calle y se le cae encima la plantera de un balcón, no dice ¡oh, cruel destino!, sino ¡la gran…! En el debate de radio Caritas, le acusaron de ser muy pesimista en sus novelas. Él contestó: el escritor no puede ser mejor que la realidad. La respuesta me quedó en la cabeza. Cualquier relato pesimista de Casaccia resulta inocente comparado con las noticias de todos los días (secuestros, asaltos, violaciones). Lo que el novelista vio era un aspecto oscuro de la realidad que se prefería negar y que se hubiera debido conocer mejor.
Él pertenecía a la escuela realista de la literatura (lo dijo en aquellos encuentros). El realismo literario pronto se vería desplazado por el realismo mágico. En 1967 apareció “Cien años de soledad”, que marcó un nuevo rumbo a la escritura hispanoamericana. Esa novela tuvo el efecto de valorizar otras que todavía no integraban el boom literario hispanoamericano. Juan Rulfo, gran escritor por sí mismo, fue más conocido cuando su nombre se asoció al de García Márquez, Carpentier, Borges, Cortázar. Hubo una sinergia, una suma de fuerzas.
Me sería imposible resumir la historia del boom. Lo que sí puedo hacer es sugerir una vuelta a Casaccia, y al realismo literario en general. ¿Por qué dejar que se pierda la historia, la realidad de todos los días? Abrumados por una infinidad de informaciones, necesitamos buscar un sentido al conjunto, para ser algo más que espectadores pasivos. La literatura puede servir para eso, como lo ha mostrado nuestro recordado compatriota.