La moralidad es una, como la persona es una unidad. Y ella se da en la paz que habita en el corazón de la persona. Esta pretensión que se deriva del mensaje por la Paz del Papa Benedicto XV toca un aspecto fundamental para la construcción de la sociedad civil y política. La idea de que los actos del ser humano como la realidad de las cosas reflejan la razonabilidad del ser persona, radica en el hecho de que la persona es el “lugar de la paz”. Pero nótese aquí que el ser persona implica que hay un corazón con una serie de apetencias y de exigencias que nacen de las entrañas de nuestro ser. Apetitos de placer y de gozo, exigencias de justicia y de verdad que aspiran a ser saciados.
Eso es lo que Benedicto, siguiendo una tradición multisecular de pensamiento, llama “razonabilidad” como juicio del corazón. Razonable, pues, lo contrario, lo irracional, sería suponer que dichas apetencias y exigencias de justicia, belleza o verdad estén ahí, sin más, ciegas, inermes, fatales, sin que últimamente puedan ser colmadas. Un corazón pordiosero de paz insatisfecha sería, en ese sentido, una monstruosidad; un juego perverso de la naturaleza, una narrativa cruel de una historia que camina, como el Barrabás de Lagervist, en círculos, a ninguna parte.
Pero el corazón de la persona es razón, no arbitrariedad o capricho, y por lo mismo, “el criterio” de respuesta ante los desafíos que el destino nos pone delante. Nuestro peregrinar existencial debe, en ese sentido, respetar esa “gramática escrita, hombre en el ser humano por su divino Creador” (Benedicto XVI) para construir la vida toda, la ciudad terrena.
Ese criterio, en forma de normas del corazón, no es, por lo mismo, algo agregado desde afuera sino cobijado en el interior, en su intimidad humana. Es un patrimonio de la condición humana –ley natural al decir de Benedicto–, que constituye el punto de partida de apertura y encuentro con el otro, con los otros que también ofrecen ese albergue de deseos. Esa es la “gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así como entre los creyentes e incluso los no creyentes. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, un presupuesto fundamental para una paz auténtica”. (Benedicto XVI.)
La tragedia de nuestro tiempo es precisamente el rechazar la razonabilidad del corazón; el hacer de Dios mera arbitrariedad, capricho, y así equiparar voluntad divina con violencia, como el Pontífice advirtiera en su ya célebre discurso en Regensburg; el suponer que nuestros deseos de felicidad son vacíos, puro error de la naturaleza, y entonces lo único que resta es, en estricto evangelio nihilista, la presencia omnicomprensiva de los sentidos, el totalitarismo del placer; la construcción de un lugar que haga soportable este infierno. Si la vida es vacía, la única salida “racional” sería entonces conferirle ciertos matices, por lo menos, que ayuden a aminorar el dolor a la nada inminente.
Esa irracionalidad es precisamente lo que peligra la paz, el verdadero terrorismo espiritual. Más que guerras exteriores, el conflicto peligroso es el que nace de dichas visiones distorsionadas, insuficientes, débiles, del ser humano. Visiones que hablan de una “construcción” de lo humano y no de algo dado; antropologías para las que el ser humano no es sino el resultado de acuerdos desde el poder, desde la utilidad comercial o desde la desesperación por la incertidumbre del futuro. Me pregunto: ¿no seríamos en parte colaboradores de dicha irracionalidad, alimentada por la falta de esperanza en nuestro sistema político, en pretender que la paz y el desarrollo de nuestro país vendrán exclusivamente de “fuera”, ya sea en forma de líderes mesiánicos o providenciales, o del mero cambio estructural, y no de una educación de ese corazón que es el único que abre las posibilidades a un diálogo auténtico y nos lleva de la mano a nuestro Destino?
Mario Ramos-Reyes