Por Luis Bareiro
Algún filósofo criollo, cerveza de por medio, me dijo alguna vez que la felicidad es una sensación generada a partir del cumplimiento de determinadas circunstancias que fueron preestablecidas como causantes de la felicidad por nosotros mismos.
Así, por ejemplo –me dijo– el que fue convencido a lo largo de toda su vida de que tener una casa y un auto es parte esencial de la realización humana, y de que esas simples posesiones producen por sí mismas una inmensa felicidad, tiene altísimas probabilidades de que efectivamente se sienta feliz cuando logre poseerlos.
Por supuesto, le dije que era hora de que aflojara con la birra.
Minutos después, sin embargo, seguía pensando en el asunto cuando llegué al ruinoso departamento que compartía con otros dos estudiantes de periodismo y me encontré en la sala con un cachivache que tenía cinco lánguidas ramas, un pedazo corto de guirnalda y dos globitos navideños abollados.
Al lado, en el desvencijado sofá, Carlos, sibarita y ateo rabioso, se acomodaba los lentes y daba vuelta a la página de una vieja y manchada revista de esas que tienen muy buenas entrevistas y chicas sin ropa. Como futuros periodistas nos interesaban sobremanera las buenas entrevistas, así que en el departamento había varios ejemplares de la mentada publicación.
Le pregunté qué era el adefesio que tenía al lado. Lo miró, me miró y con cierta incomodidad me dijo que se trataba apenas de un elemento decorativo útil para recordar que ese mes cobraríamos aguinaldo.
Sorprendido aún le dejé con su provocadora lectura, pero, justo antes de salir de la sala, descubrí su reflejo en una de las ventanas de vidrio y vi cómo estiraba la mano y acomodaba uno de los globos. No lo hubiera admitido nunca, pero aquel remedo de arbolito le producía una extraña felicidad.
Por supuesto, esa madrugada regresé a la reflexión estropajosa del filósofo criollo y su teoría sobre la felicidad preconcebida. Supuse que al igual que yo, Carlos fue adoctrinado durante toda su niñez sobre el espíritu navideño, sobre cómo en estas fechas arbitrarias del calendario por cuestiones casi mágicas los afectos son más intensos y las alegrías más duraderas.
Pura metafísica.
El hecho es que volví a plantearme el asunto una y otra vez a lo largo de los años y nunca le encontré una respuesta. Lo cierto es que ahora mismo, mientras escribo esto, el arbolito de mi casa apaga y enciende sus luces a mis espaldas. Y por alguna razón esa mera frivolidad me hace feliz.
¿Es un reflejo condicionado?
No lo sé. Ni me importa. Lo concreto es que por unas horas, cuanto menos, me olvidaré de Bogado, de Ibáñez y de un montón de cosas más y me limitaré a esperar con mis hijas, bajo las luces de mi arbolito burgués, la llegada de la Navidad. Y seré feliz, sin remordimientos.
Como cuando leíamos aquellas entrevistas tan buenas.