Hoy meditamos el Evangelio según san Juan 6,24-35. Dice el Señor: “Yo soy el Pan de Vida. El que viene a Mí no pasará hambre. Y el que cree en Mí nunca pasará sed”.
Cuando comulgamos, Cristo mismo, todo entero, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad, se nos da en una unión inefablemente íntima que nos configura con Él de un modo real, mediante la transformación y asimilación de nuestra vida en la suya. Cristo, en la comunión, no solamente se halla con nosotros, sino en nosotros.
No está Cristo en nosotros como un amigo está en su amigo: mediante una presencia espiritual activada por un recuerdo más o menos constante.
Cristo está verdadero, real y sustancialmente presente en nuestra alma después de comulgar.
“Yo soy el pan de los fuertes –dijo el Señor a san Agustín, y podemos aplicarlo ahora a la eucaristía–; cree y me comerás. Pero no me cambiarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en Mí”. ¡Cristo nos da su vida! ¡Nos diviniza! ¡Nos transforma en Él! Vuelca sobre nuestra alma necesitada los infinitos méritos de la pasión, nos envía nuevas fuerzas y consuelos, y nos introduce en su corazón amantísimo, para transformarnos según sus sentimientos.
De la eucaristía manan todas las gracias y los frutos de vida eterna –para la humanidad y para cada alma–, porque en este sacramento “se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia”.
Si consideramos frecuentemente los efectos de este sacramento en el alma que lo recibe dignamente, nos ayudará a sacar mucho más fruto de la Comunión eucarística y de la Comunión espiritual y, por tanto, a dirigirnos más rápidos hacia Dios; a valorar la necesidad de recibir al Señor con mucha frecuencia, y aun diariamente, y a esmerarnos en la preparación y en la acción de gracias. Cada día, nosotros podemos decir a Jesús: Señor, danos siempre de ese pan.
El papa Francisco, a propósito del Evangelio de hoy, dijo: “Jesús señala que no vino a este mundo para dar algo, sino para darse a sí mismo, para dar su vida como alimento para los que tienen fe en Él. Esta comunión nuestra con el Señor nos compromete a nosotros, sus discípulos, a imitarlo, haciendo de nuestra existencia, de nuestros comportamientos, pan partido para los demás, como el Maestro partió el pan que es realmente su carne...
Cada vez que participamos en la Misa y nos alimentamos con el Cuerpo de Cristo, la presencia de Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, da forma a nuestro corazón, nos comunica actitudes internas que se traducen en comportamientos de acuerdo con el Evangelio.
En primer lugar, la docilidad a la Palabra de Dios, después la hermandad entre nosotros, el valor del testimonio cristiano, la fantasía de la caridad, la capacidad de dar esperanza a los desesperados, de acoger a los excluidos.
De este modo, la eucaristía hace madurar en nosotros un estilo de vida cristiano. La caridad de Cristo, recibida con el corazón abierto, nos cambia, nos transforma, nos hace capaces de amar, no a nivel humano, siempre limitado, sino de acuerdo con la medida de Dios, es decir, sin medida.
¿Y cuál es la medida de Dios? ¡Sin medida! La medida de Dios es sin medida. ¡Todo! ¡Todo! ¡Todo! No se puede medir el amor de Dios: ¡es sin medida! Y entonces llegamos a ser capaces de amar incluso a los que no nos aman, y esto no es fácil, ¿eh? Amar a quienes no nos ama... ¡No es fácil! Porque si sabemos que una persona no nos quiere, también tenemos nosotros el deseo de no quererla. Pues no. ¡Hemos de amar incluso a los que no nos aman! Oponernos al mal con el bien, a perdonar, a compartir, a acoger a los demás.
Jesús, el pan de vida eterna, bajó del cielo y se hizo carne gracias a la fe de María Santísima. Después de haberlo llevado con Ella, con amor inefable, lo siguió fielmente hasta la cruz y la resurrección. Pidamos a la Virgen que nos ayude a redescubrir la belleza de la Eucaristía, para que sea el centro de nuestra vida, especialmente en la Misa dominical y en la adoración.
(Del libro Hablar con Dios y https://www.pildorasdefe.net)