07 feb. 2025

El aguinaldo: ¿Dádiva o embuste?

Antonio Espinoza, socio del Club de Ejecutivos

Antonio Espinoza,  socio del Club de Ejecutivos

Antonio Espinoza, socio del Club de Ejecutivos

Transcurridas las festividades de la Virgen de Caacupé y las internas partidarias, llegamos una vez más a la época del año en la que los medios llenan espacios con penosas crónicas vinculadas al aguinaldo: patrones que retrasan o evaden el pago, empresas que quiebran dejando a sus trabajadores sin su trabajo y sin su aguinaldo, aguinaldos secuestrados por voraces acreedores.

Cada episodio refleja una calamidad familiar: la cuota no abonada en fecha –con la indeseada consecuencia de inclusión en el elenco de Informconf–, la cancelación de ansiadas vacaciones, la matrícula impaga que compromete la futura carrera de un promisorio joven.

Persiste el mito que el aguinaldo es algo así como un regalo de fin de año pródigamente dispensado por el empleador, sea este el Estado o la empresa privada, a sus sacrificados colaboradores, en reconocimiento por los ingentes esfuerzos desplegados durante el año.

La realidad, sin embargo, es otra. Veamos un ejemplo. Un trabajador desvinculado el 15 de enero tiene derecho a percibir el aguinaldo proporcional a esos quince días trabajados. Entonces, si es dinero que corresponde al trabajador desde el primer día de enero y que lo va acumulando durante el año, ¿por qué no lo percibe junto con su salario? ¿Cuál es la lógica por la cual dinero que pertenece al trabajador queda en poder del empleador hasta fin de año?

La institución del aguinaldo se representa como un beneficio, pero tiene características que son todo lo contrario. El trabajador deja parte de su remuneración en poder de su empleador, sin compensación y corriendo todos los riesgos de cumplimiento, como un acreedor más. Cualquier traspié financiero del patrón le deja sin su dinero.

Dádiva, entonces, no es; más bien es agravio. El daño al trabajador es evidente: ha perdido la libre disposición de dinero que le pertenece, con el agravante de no tener la oportunidad de ganar los intereses que un banco le hubiera pagado por depositar la misma suma en una cuenta de ahorro.

La ley dispone la obligación de esta retención, pero ¿quiénes son responsables de este despropósito legislativo? No son los empresarios. Tienen cierto beneficio por el uso del dinero de sus colaboradores sin pagar intereses, pero a costa de engorrosos cálculos y trámites en los últimos días del año, cuando hay muchísimas cuestiones más urgentes que atender en áreas estratégicas de la empresa. La gran mayoría estaría feliz de sacarse de encima este innecesario fardo.

Más bien es fruto de un delirio colectivo, donde legisladores hacen creer al electorado que están disponiendo otorgando un beneficio laboral cuando en realidad es un perjuicio. Lo más lamentable es que trabajadores y sindicatos son cómplices del engaño, aceptando alegremente, por no decir entusiastamente, este despojo de sus derechos y afrenta a su dignidad.

Pero dejemos de lado la búsqueda de culpables, porque hay algo más grave, algo más indigno, en esta historia.

Implícita en la concepción del aguinaldo está la noción que el trabajador es incompetente para manejar sus recursos personales. Es un deficiente mental a quien no se le puede confiar la lata de galletitas, porque va a engullirlas todas de una vez. Es negar al ciudadano la oportunidad de ahorrar para los gastos de fin de año, asumir responsabilidad por sus acciones, de cometer errores, de empacharse con las galletitas una vez y así discriminar la conveniencia de la prudencia y la previsión.

Es hora de que los trabajadores perciban la real naturaleza de este embuste y exijan el trato que les corresponde como adultos responsables de su vida y sus finanzas.