“Porque donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón”. Levantemos la mirada más allá de lo momentáneo y asomemos la vista al tesoro que nos espera. Así, obraremos de modo justo y misericordioso.
Jesús se dirige a sus discípulos enseñándoles a cuidar del pueblo de Dios a ellos encomendado. Valiéndose de algunas parábolas y comparaciones, marca el estilo de vida que ha de caracterizar a los pastores de la Iglesia.
De entrada, puesto que han de vivir intensamente, con la grandeza de quien tiene el corazón lleno de ideales, los llama a ser sobrios y estar desprendidos de riquezas. Dios es Padre, y cuidará de ellos y de sus necesidades, así que no necesitan atesorar para sí mismos. Jesús los invita a vivir con una lógica de amor que se manifieste de modo preferente en la atención de los demás.
Eleva sus pensamientos hacia lo alto, para que ponderen los valores a los que ajustar su existencia, teniendo en cuenta que habrán de dar cuenta de sus actos delante de Dios. Las dos parábolas del Evangelio de este domingo sirven como una amable exhortación a la vigilancia. Con ejemplos tomados de la vida ordinaria de su tiempo, el Señor los llama a estar despiertos y permanecer vigilantes.
Dice Benedicto XVI que “esta vigilancia significa, de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe”(1).
Todo eso lo ejemplifica Jesús con las parábolas de los siervos vigilantes (Lc. 12,35-40) y del administrador fiel y prudente (Lc. 12,42-48). Tanto la palabra “siervo” (doulos, en griego) como “administrador” (oikonomos), son términos que en la Iglesia primitiva designan a aquellos que han de poner especial empeño en el cuidado de los demás hermanos en la fe. Así, por ejemplo, San Pablo mismo se presenta como “Pablo, siervo de Jesucristo” al inicio de la carta a los Romanos (Rm. 1,1), al que le gustaría ser considerado por los fieles como “administrador de los misterios de Dios” (1 Co. 4,1), y, en continuidad con lo que Jesús había enseñado en esta parábola, señala que “lo que se busca en los administradores es que sean fieles” (1 Co. 4,2).
Entre las tareas del “administrador” fiel, Jesús señala en primer lugar la de “dar la ración adecuada a la hora debida” (v. 42). Muy posiblemente, no se refiere solo a las cuestiones alimentarias, sino que, apunta delicadamente a la Eucaristía. La principal tarea de los sucesores de los Apóstoles y sus colaboradores en el sacerdocio consiste, sin duda, en poner a disposición del pueblo cristiano el alimento del alma.
La venida gloriosa de Cristo, para juzgar a vivos y muertos, no ha de ser contemplada con temor por aquellos que han sido siervos fieles, pues él mismo se pondrá a servirlos en aquel momento: “En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá” (v. 37).
“Esto implica –comenta también Benedicto XVI– la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada y establecida la justicia. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo”(2).
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-08-07/)