JOHANNESBURGO - SUDÁFRICA
El primer presidente negro de Sudáfrica, Nobel de la Paz y héroe de la lucha contra el régimen segregacionista del apartheid, Nelson Mandela, fallecido ayer a los 95 años, era venerado como un semidiós, un santo que, según él mismo decía, nunca fue.
También lo decía su tercera esposa, Graça Machel. “Es tan especial”, contó en una entrevista a la televisión Al Jazeera, pero “no es un santo. Tiene debilidades”. Él mismo, citado en una compilación reciente de escritos y de declaraciones, mencionaba “la falsa imagen que sin querer había proyectado en el mundo; me consideraban un santo. Nunca lo he sido”.
Mandela deja una Sudáfrica marcada aún por las diferencias raciales y las desigualdades, pese a toda una vida de sacrificios para lograr una sociedad “igualitaria, no racial y no sexista”. El 10 de mayo de 1994, Mandela juró el cargo como primer presidente negro del país, tras las primeras elecciones libres de Sudáfrica.
El entonces líder del Congreso Nacional Africano (CNA) dio ese histórico paso tras una larga lucha contra el régimen de segregación racial del apartheid, impuesto por la minoría blanca del país, que le recluyó durante 27 años en prisión. En los 10 años que estuvo retirado de la vida pública, Nelson Mandela dividió su tiempo entre una mansión en uno de los suburbios más ricos de Johannesburgo y su ancestral Qunu, una aldea del empobrecido Cabo del este de Sudáfrica. Por lo pronto, “su muerte reavivará su memoria, la importancia de su tarea y su mensaje de reconciliación”, señaló la investigadora del Instituto de Relaciones Raciales.